Diario de un viajero por Rodolfo Lueiro:destino Etiopía

Día 22 de diciembre

A las seis sale el sol en Addís Abeba y comienza el día.  Las horas de la gente de la calle también se empiezan a medir con la salida del sol.  A las seis, solo son las seis para los asuntos oficiales.  Para los demás es la una.  A esa hora se levantó Javier, como todos los días.  A mi me dejó dormir hasta las ocho y media, que eran las seis y media en España.  Solo habían pasado dos horas y media desde el momento en que había apagado luz.  A pesar de eso nos paseamos la ciudad hasta las doce, después de tomar un café en una de las chabolas que flanquean la calle del hotel, una de las grandes avenidas de la ciudad.  Yo no tomé nada.  Necesito, por lo menos un par de días de adaptación.  Los cooperantes son de otra raza.  Se mimetizan con el paisaje y el paisanaje.  Yo no, yo estoy de paso.  Si me tomo ese café me doy por muerto.

Caminamos tres horas.  Addís Abeba es extensa pero pudimos pasearnos diferentes barrios.  Nos robaron.  A Javier le sacaron del profundo bolsillo de su pantalón vaquero todo el dinero que llevaba, que era mucho aunque valiese poco para un europeo.  700 birr, que abultan tanto como un fajo de mil euros en billetes de veinte.  Nos dimos cuenta, tres segundos después de que hubieran desaparecido los ladrones, dos niños que no habían cumplido los siete años. Yo me eché a reir, pero Javier estaba disgustado.  Y yo me reía mas, porque me había estado hablando de la honradez de los etíopes a pesar de la miseria en la que vivían.  Y me había dicho exactamente, “bueno con los niños hay que tener cuidado porque algunos te echan la mano al bolsillo”.  Y en esos momentos dos enanos se acercaron a ofrecernos algo en una lata.  700 birr son algo menos de cuarenta euros.  Pero con 117 comimos en un restaurante  de clase media, una hamburguesa vegetal con patatas fritas y una pizza de contenidos no identificables., un zumo natural y una botella de agua.

Caminamos la calle principal, una avenida ancha en la que están construyendo un túnel.   La obra la controlan los chinos y chinos eran los capataces.  Es china ahora la que se está haciendo con la riqueza africana.

Vimos una librería y dos floristerías.  Ningún kiosco de prensa y un estadio donde se estaban realizando carreras de distintas distancias, estaba abarrotado de público.   También nos encontramos con una lencería  en el que se podían ver grandes fotos en la fachada con las mujeres en ropa íntima. 

Diez minutos después nos encontramos con una pintada en español que reclamaba derechos humanos para todos, no muy lejos de un dibujo de grandes dimensiones donde un hombre y una mujer estaban separados por el signo igual.

Paraguas, también vimos paraguas en Addís Abeba lo llevan algunas chicas para protegerse del sol.  Estarán de moda.  Porque precisamente ahora, en el invierno, el sol todavía es soportable.  Un máximo de treinta grados sin humedad se llevan con gusto.  Por las noches refresca y los etíopes pueden llegar a ponerse el abrigo.  En el aeropuerto, a noche, estaban todos muy abrigados.  Sin duda el aire acondicionado les mata.

Todo es sucio en Addís Abeba (se pronuncia Addís Abeba, por eso en castellano se escribe así)  todo está roto y en mal estado.  No hay dos metros de acera que no esté dinamitada.  Apenas existen semáforos.  Solo vimos uno y nos paseamos por el centro.  Conducir es difícil porque no existen normas. No existen las rotondas aunque sea en un cruce de cinco grandes avenidas.  Se conduce por la derecha y en los cruces el mas avispado pasa antes.  No hay otra norma.

En el barrio de las embajadas y casas caras las aceras no existen es un camino flanqueado de muros altos rematados en alambradas y, en muchos casos, con militares armados en la puerta.  Sentados en una silla de madera y con una ametralladora sobre las rodillas, están como pueden estar los que venden caña de azúcar o naranjas.  Porque en algún sitio hay que estar, pues no parece que hagan nada.  Ni asustan.  Muy diferente era la policía en El Cairo.  Prepotentes y amenazantes.  Intimidaban.  Desagradable el tránsito por ese aeropuerto.  Mejor no ir.

Las mujeres son guapísimas en general y es difícil ver una que no sea atractiva.  Y más las ricas. En el aeropuerto nos cruzamos con tan solo dos mujeres bien vestidas, en las que se les notaba el lujo en las ropas que llevaban.  Impresionantes.  En ninguna otra ciudad había visto tantas mujeres guapas.  Las etíopes son por naturaleza elegantes, al menos en los cánones europeos.  Son delgadas, esbeltas y con las facciones finas y muy proporcionadas y su color se aleja tanto del blanco como del negro.

En el centro muchas de las calles están jalonadas por gentes que se dedican a vender de todo, varios limpian zapatos, otros venden pen drive, hay quien pide dinero para una santa  y quien con una máquina de coser se dedica a hacer arreglos a la ropa..  nosotros nos compramos dos puñados de cacahuetes sin sal, que venían envueltos en hojas de libreta en las que algún niño había estado aprendiendo a escribir.

A las dos de la tarde hora oficial etíope estábamos en el aertopuerto.  El avión a Djibuti hace escala en Dire Wara.  Fue el que cogimos.  Es un bimotor de hélice con asientos para ochenta personas,.las ochenta que íbamos más un niño que iba en el regazo de su madre. No se movió mucho y el trayecto no llegó a los 50 minutos.  Aproveché para retocar las fotos que podéis ver aquí. En Dire Wara nos bajamos 20 pasajeros.  A nosotros nos vino a buscar una azafata creyéndose que nos habíamos equivocado.  Pensaban que nos íbamos a la playa y no a esta aldea tan grande.

El aeropuerto de Dire Wara podría pasar por el aeropuerto privado de un narco o de un banquero.  Es reducido, como dos gallineros grandes , como un polideportivo de los que hay por nuestras aldeas.  Pero no es muy familiar los soldados no me dejaron hacer fotos.  Javier me pidió por favor que no intentara retratar el reloj que presidía la sala de embarque, que a la vez era la de la recogida de maletas.  Era un reloj de pared, con péndulo y la esfera rodeada de un encaje plateado.  Estaba parado a las cinco en punto de la tarde y estaba colgado a tanta distancia del suelo que resultaba extremadamente ridículo en aquella pared tan enorme.  Pero no le hice la foto.  Había por lo menos 15 soldados y ocho empleados de bata azul.  Pero no imponían nada.

Para nuestra sorpresa uno de los conductores que trabajan para la ONG estaba esperándonos a la salida del aeropuerto.  Debíamos de haberle llamado.  Pero, mientras esperábamos para embarcarnos, le cogí el móvil a Javier y soy tan manazas que lo apague.  Para encenderlo necesitábamos el PIN.  Y Javier no lo recordaba.  Me llamó la atención que el hombre tenía las encías verdes.  Es de mascar Chad, una hierba que probaré mañana y que sevende por la calle.

La primera impresión al llegar a Dire Ware es que uno entra en un pueblo pequeño.  Pero aquí viven 400 mil personas, probablemente tan solo sobrevivan.  Pero no creo que sea pequeño.  Las casas son bajas y pequeñas, de malos materiales y casi en cada una hay un establecimiento comercial.  No hay letreros, solo las dos farmacias que vi tenían pintadas unas letras en la fachada.  El resto nada.  Y muchas veces es imposible saber que es en lo que comercian sin preguntarlo. En ocasiones son solo unas sillas que se ven tras la puerta abierta. La suciedad está en todas partes, es parte de la decoración urbana.

Ya me voy adaptando al entorno.  Esta noche hemos salido a comprar fruta al mercado de “Zeido”.  Fuimos en un taxi, que aquí son motos  de tres ruedas.  Van todas pintadas de azul y en ocasiones son los únicos vehículos que hay en las calles.  Estábamos cerca, pero Javier estaba cansado.  La vuelta la hicimos a pié dando un paseo y yo me atreví a comerme unos hojaldres triangulares rellenos de lentejas que estaban fritos en un aceite espeso y negro.  Nos los vendió una etiope gorda pero nos los envolvió en papel de periódico un anciano que le hacía compañía.  También me atreví con unas bolas de masa que estaban rellenas de unos granos oscuros que le daban un sabor dulce y que vendía una señora que estaba en cuclillas a un lado de la calle.  Todo estaba rico.  La oscuridad ayudó a que no le pusiera pegas, pues aquí las calles, que están jalonadas de árboles, no tienen luz, salvo las dos avenidas asfaltadas.  Pero se anda bien, la luz que asoma por las puertas de las casas te va indicando al señalarte los bordes.

Para mi sorpresa en la casa de Javier hay permanentemente un guardia de seguridad, no armado, de día y de noche.  Esta fuera, en el patio de delante hay, junto a la puerta de la calle, una habitacion con un catre. El cuarto de baño lo tiene en la parte de atrás, donde están la cocina y la lavandería de la casa. A mi me llamó la atención pero él le quitó importancia diciendo que eran cosas de la organización que le obligaban a tener a estos dos hombres.  No le digo nada pero me quedo pensando en que esta mañana dos niños nos robaron 700 birr, que es el salario mensual de un chapuzas, Somalia está a un paso de aquí, y ninguna organización paga a dos hombres sino fueran necesarios.  La verdad es que yo tampoco creo que sean necesarios.  Ya veremos.  Me voy a la cama que llevo un día muy largo.

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