Día 23 de diciembre 2012
Hoy hicimos turismo. Estuvimos en Harar. A los que amáis la poesía os sonará porque en ella Arthur Rimbaud se hizo rico comerciando con armas en los últimos siete años de su vida. Todavía se mantiene en pié su casa como Arthur Rimbaud Center. Es, sin duda, la más hermosa de la ciudad. No tiene nada que ver con la arquitectura popular a la que pertenecen el resto de las viviendas. Harar es como un pueblo andaluz con las calles estrechísimas, retorcidas y en cuesta. En la que sus habitantes están acostumbrados a que su ciudad sea un centro de atracción comercial en la comarca y sus calles estén siempre con hombres y mujeres tirados o sentados vendiendo lo que producen sus huertos. Pero todo es como si no se saliesen nunca de ese escenario. Todo parece un montaje para impresionarnos, porque no es posible tanta pobreza y tanta hospitalidad. Incomprensible que estén tan felices. Y eso que no cuento a los que mastican chat, porque esos están contentos pero son un coñazo. El chat, ya os conté, es una hoja verde, pequeña, como esas que se acostumbran a mezclar en las ensaladas con la lechuga, y que te colocan como si tomaras unos cubatas. Aquí en vez de irse copas se lían para mascar chat y darse la brasa. El guía que contratamos por 400 birr, algo menos de 20 euros, cuando nos dejaba nos dijo que se iba a casa a leer algo y mascar chat. Se había ganado el día.
En Harar me harté de hacer fotos, unas setecientas. Es el problema de traer una cámara digital. Algunas las robé, pero otras me las permitieron hacer e incluso les agradaba. Y no solo a los niños, que les encanta. Bien, pues de esos 700 disparos solo tuve serios problemas una vez y con un hombre al que no estaba retratando. Yo pretendía dispararle a un taxi, una furgoneta DKV, que iba abarrotada. Una mano en el objetivo me impidió hacer la foto. Aparté la cámara y una mole de cuarenta, alta y gruesa, que llevaba unos símbolos religiosos, me amenazó gritando y gesticulando, me pareció que violentamente. Le puse la tapa a la cámara como muestra de rendición y siguió diciéndome cosas con una expresión amenazante. Tanto, que un hombre que nos vio salió en mi ayuda y se lo llevó a un lado. Y como él seguía haciendo gestos dando gritos yo en seguida hice que no le oía y me fui a hacer fotos a otra parte.
En Harar (se pronuncia arar y no jarar, que así no nos entendía nadie) nos pateamos casi todas las callejuelas que existen en las 48 hectáreas que tiene la ciudad. Ni una sola plaza, placita o plazuela. Y qué vimos? Gente por todas partes sentada o tirada por los bordes de las callejuelas. Dos o tres medio muertos, pero el resto en plena actividad comercial.
Bueno, también nos llevó el guía, que , por cierto, era un tío encantador con el que parecía que habíamos trabado amistad hace años, a ver a unos halcones que estaban posados en los aleros de un edificio de una planta y que, cuando se tiraba un trozo de carne al aire, volaban raudos y la cogían antes de que tocara el suelo. Y otras veces la recogían de la cabeza de un hombre que se prestaba al juego. Y cuanto nos va a costar esto, le preguntamos. Nada, dijo él, va en el precio. El precio no lo habíamos ultimado pero estaría entre los 300 y los 400 bir según satisfacción del día. Acabamos dándole los 400 y le invitamos a comer en el lugar a donde él nos llevó. Comimos con los dedos. Los del lugar comen con las manos; pero, al menos a mi, me resultó imposible. Es incomodísimo y no hay servilletas. Y ninguno, ni Javier, ni Kayumi, ni yo, llevábamos clínex. Viendo mis dificultades y envaramiento Javier me dijo, no te preocupes, que al final nos lavamos las manos. Menos mal, pensé. Pero por si acaso me chupé los diez dedos.
No es que me diera asco mancharme, ni muchísimo menos. El primer día dije que necesitaba dos días para acostumbrarme. Me sobraron 36 horas. Ya os conté también lo que cené ayer, lo que vendían unas mujeres que cocinaban sentadas en la calle. Lo compré y lo comí en lo oscuro, amparado por la noche, para no ver muy bien lo que era. Y esta mañana el desayuno fue la prueba definitiva. Al borde de una de las carreteras que ya estábamos caminando a las siete de la mañana, las cinco en España, había unos hombres sentados en unas latas esperando por lo que una mujer cocinaba detrás de unas retamas y unos plásticos negros que, al parecer, iban a protegerle del sol cuando empezara apretar un poco mas. Te atreves? me preguntó Javier. Pide tu, le dije. Son una especie de creps y un té muy caliente, dijo para incitarme. El té no me gusta y los creps acostumbran a sentarme mal, pensé pero guardé silencio. Esa mañana, hacía como media hora, había entrado en mi habitación a despertarme: Eh! Viejo. Arriba. Te he dejado dormir media hora mas. Qué hora es, le pregunté. Las seis y media, me respondió. Joder! Las seis y media, las cuatro y media en España, exclamé. Pero estamos en Dire Wara, me corrigió. Y el jetlack qué? Y me mostró el zumo recién exprimido. Era un vaso pequeño, lo justo para tomarme la pastilla de omeprazol. Y después, en vista de que allí no asomaba nada, decidí comerme los cacahuetes que me habían sobrado del día anterior, los que habíamos comprado por la mañana en Adís Abeba, cuando nos robaron, y que venían envueltos en la hoja en la que un niño parecía que estaba aprendiendo a escribir. Así que, pensando en lo que llevaba en el estómago y en lo que pudiera tardar en tomarme algo si renunciaba a aquello, opté por arriesgarme.
Solo hay en Dire Wara algo difícil de soportar. Mejor dicho, algo verdaderamente insoportable. Los rezos que por altavoz se emiten desde la iglesia y las llamadas a la oración que se hacen desde la mezquita, varias veces al día y desde las cinco de la mañana hora local. Pero las de la iglesia están grabadas, me señalaba un mulsumán a la defensiva. Si yo viviera aquí iba a poner altavoces en el jardín y retransmitir en diferido todos los partidos de fútbol. Los anulaba. Hoy, a las siete mañana ya había un partido en un arenal que hay al lado de casa. Y por supuesto que tambi’en les hice unas fotos.