Día 30 de diciembre 2012
Sabes cómo huele Etiopía? Me preguntó el cooperante. Le miré dubitativo, como si me estuvieran examinando para ser mayor. Huele los billetes que llevas en el bolsillo – me dijo- ya verás como es el olor de este país. Lo hice y me sorprendió que fuera verdad. El país mas pobre de la tierra huele como huele su dinero. Porque hay poco y se mueve mucho, pensé. Todo el día de mano en mano, se va impregnando del olor de la calle, de sus inciensos, de sus frutales, de sus aceites. Etiopía tiene un olor dulzón de sol, de esperanza con esencia de café, que amortigua el hedor de la injustica que nos rodea por todas partes. Es el que les hace reír, el que les permite acercarse a la felicidad en la pobreza casi absoluta. Por supuesto que toda esta literatura no se la dije al cooperante. Pues es verdad, le respondí. Pensé que iba a oler a miseria.
El coche iba ya subiendo las montañas que hay en la carretera de Harar. Ya habíamos pasado la fábrica de cemento, la única industria de la ciudad, tras el cierre de la textil. Su portalón era aquel ante el que el vigilante de ayer tenía plantada su cama. Subíamos con calma, sin pasar nunca de los cincuenta o sesenta kilómetros por hora. Atentos al paisaje y a la carretera. Conducir en Etiopía es ir atento a las circunstancias. Ayer mismo cuando volvíamos para casa por uno de los bulevares, un carro tirado por un caballo se nos presentó en nuestro carril pero en sentido contrario. Era de noche e iba sin luces. Fue un susto. Mas tarde nos haría lo mismo un camión. En Etiopía en la carretera puede pasar de todo. Ya es normal que estén jugando niños, que grupos de hombres o de mujeres hayan decidido pararse en el medio de la calzada a comentarse las novedades del día, que los burros sin reata vayan a su aire por donde quieran o que los camellos que pastan solos en los arcenes decidan en cualquier momento ir a triscar las ramas del arcén de enfrente. Tres kilómetros cuesta arriba y en una curva cerrada un camión de triple eje estaba parado. Lo adelantamos, no vino nadie de frente. Pero por eso no discutimos, fue por la cámara de fotos.
Esta mañana de domingo decidimos desplazarnos hasta unas cuevas que hay en lo alto de las primeras montañas que hay que subir en la carretera que lleva la dirección de Harar. A unos veinte kilómetros, donde se toma la desviación para Addis Ababa, se anuncian unas cuevas con pinturas rupestres. Allá nos fuimos. Javier iba lamentando que no supiéramos contactar con alguien que nos las pudiera enseñar o, por lo menos, que fuera capaz de llevarnos hasta ellas. Preguntamos, le dije yo. Como si fuera lo mas fácil. Si, lo malo es que todas las carreteras son de tierra y no hay ningún tipo de señal. Podemos volvernos locos buscando por estos montes, dijo el sensato cooperante. Ya verás, le dije yo. Esto es como si paseáramos por Bouzas, puro placer.
En el cruce de Addis Ababa no había ni un solo cartel anunciando las cuevas. Había mucha gente de pié, sentada y acostada por los bordes de la carretera y por el medio, pero eran casi todos agricultores y pastores. Dos chicas llevaban en la cabeza algo parecido a un frutero. Parecido no, era un frutero. Una cesta con la fruta que vendían colocada y adornada con hierbas y hojas Pero mientras una llevaba naranjas exclusivamente, que aquí son verdes, otra llevaba guayabas, redondas y amarillitas. Para disgusto nuestro ninguno de los que había en el cruce, ni de los que había mas adelante, donde ya se mezclan las viviendas con los telderetes comerciales, tenía pinta de saber inglés. Ya habíamos decidido renunciar a nuestra excursión y nos habíamos echado a la izquierda para dar la vuelta, cuando vimos de frente a un hombre joven de camisa blanca, pantalón planchado, zapatos negros, gafas de sol y un maletín en la mano. Increíble, no? Un tipo raro de ver hasta en Addis Ababa. El cooperante que se defiende en inglés le preguntó por las cuevas. Y el tío que no tenía ni puta idea de donde estaban, disimuló, se las dio de entendido y nos mandó diez kilómetros más para delante a que preguntásemos en una garita de información turística que debía de estar abierta a esas horas aun siendo domingo. Le agradecimos sus explicaciones y en vez de dar la vuelta seguimos sus instrucciones. Yo le quise hacer una foto. No se por qué. A lo mejor es que me resultaba exótico un tío tan planchado en aquel miserable lugar. Pero el cooperante no me dejó.
Fue un viaje de mucho discutir por culpa de la cámara. Llegué a guardarla dos veces en la guantera del coche y dos veces a sacarla porque me parecía ridícula la pretensión de Javier de que no sacara fotos que nos comprometían. Esta bien, le dije. En donde está prohibido no las hago y a los militares tan poco. Pero no son los militares, me dijo. Aquí hasta los pastores pueden llevar un fusil ametrallador. Y mas tarde vimos uno, para darle la razón. Estaba de espaldas, iba descalzo y vestido con una falda larga. Estaba con otros hombres y llevaba el fusil a la espalda con la misma naturalidad con que su vecino llevaba un callao. Está bien, le dije, solo se las hago al paisaje, a las mujeres y a los niños. Que no, coño que no, me dijo. No puedes ir por ahí molestando a la gente. Pero si no molesto, soy un turista. Si, pero un turista peñazo, te imaginas a un turista en Santiago metiéndose en el Rhin para fotografiar al camarero, que entrara en la Mora para sacarle una foto a los pasteles, que le fuera haciendo fotos a todo Dios, sin respetar a nadie? Cuando yo era pequeño, los turistas alemanes y americanos nos paraban por la calle para hacernos fotos, le dije, y a mi me hicieron una en la Alameda y otra delante de mi casa, que yo recuerde. Y me miró extrañado.
La caseta de información turística no existía, faltaría mas. Qué huevos tenía el tío aquel. Anduvimos más de diez y de doce kilómetros y no vimos más que casas de adobe. Llegamos a la próxima población, unas veinte o treinta casuchas donde parece que habían decidido juntar todos los trocitos de bolsas de plástico del mundo. Pues en eso se basa la porquería, al menos en esta zona de Etiopía, trocitos de bolsas de plástico azules además de huesos roídos por los perros, hojarasca, mucha hojarasca, y polvo, mucho polvo. Y se estaba celebrando un mercado y la carretera estaba un poco más intransitable que normalmente. Nos detuvimos un rato y cambiamos de planes. Volveríamos atrás y tomaríamos la carretera que va a Addis Ababa, andaríamos unos cuarenta kilómetros hasta el valle del Rif.
Lo hicimos pero antes de llegar al cruce nos paramos dos veces para hacer unas fotos. En la primera parada conseguí a una mujer lavándose en una poza inmunda y en la segunda disparé veinte veces a un lago precioso que ya habíamos visto el día que viajamos a Harar. Hice mas fotos y discutimos mas veces. En una de las ocasiones me riñó porque dijo que yo iba por ahí llamando la atención con la cámara de fotos. Y me eché a reír. Así que dos tíos blancos, en un coche blanco todoterreno por el medio de la miseria donde todos son negros y llama la atención el que uno de ellos haga fotos? No le dije nada, pero es fácil caer en el error de creer que yo llamaba la atención por hacer fotos, aquí se te olvida que eres blanco. No volvimos a discutir y así que reanudamos la subida a la montaña dejó de preocuparle que me pasara el viaje haciendo fotos. Él no lo sabe pero cuando llegamos a casa yo llevaba setecientas, casi todas movidas por el traqueteo del viaje. Además, se me había escapado el pastor con el fusil pero no el soldado al que cogimos marchándose de vigilar los dos camiones y un coche que habían sufrido un accidente, sabe dios cuantos días antes. Lo vimos cuando ya estábamos llegando al valle.
El salir fuera de la ciudad te da una idea mejor de la dimensión de la pobreza de este país. Es mucha la diferencia que existe respecto a la ciudad y , mayor aun la que hay del interior del campo a los márgenes de la carretera. Ya en Galicia se decía, no hace tanto, casó para la carretera, dando a entender que había mejorado. En la ciudad todo se mezcla, las calles están siempre llenas de gente. Las malas condiciones de las viviendas y el buen tiempo animan a hacer la vida en la calle. La pobreza absoluta de difumina en medio de la pobreza general. Porque esta ciudad, como el resto del país, es tan pobre que incluso con dinero solo se pueden cubrir las necesidades básicas. Y no todas. Hoy comimos pescado. Un lujo. Nos costó mucho encontrar un lugar donde lo tengan a la venta. Y no tienen mucho. Lo mejor que encontramos fue un pescado de agua dulce que se llama tilapia y que cuesta el kilo 84 birr. Si lo pongo en euros puede parecer poco, pero pongámoslo en pan, 84 barritas de pan. Y lo tomamos condimentado para que tuviera algo de sabor.
De vuelta a casa, cometí el error del turista torpe. Me había ido al cíber a ver el correo y a la vuelta me encontré con una niña de unos ocho o nueve años que llevaba un saco en la cabeza. Le guiñé un ojo, sonrió y le hice unas fotos. Se puso muy contenta y llamó a otro niño para que viera que la estaba retratando. Como íbamos en la misma dirección le dije que le ayudaba con el saco. Entre los dos lo bajamos de su cabeza y cogiéndolo cada uno por un lado comenzamos a llevarlo. Sobrepasamos mi casa y cien metros mas allá empecé a darme cuenta del jaleo en que me había metido. Hasta dónde iba a ir con la niña? El saco pesaba por lo menos 20 kilos. Me liberó el cooperante que me llamó al móvil urgiéndome que me fuera a comer. Le pedí disculpas que no se si entendió, y le hice tres fotos mas, que le gustaron mucho.
La tarde fue de descanso y paseo por el bulevar que nos lleva al centro y caminata hasta la iglesia de San Gabriel, la de la romería de hace dos días, para descubrir que la iglesia solo tiene construida la estructura y que debajo de aquella marea de gente solo había un campo como de feria polvoriento.
Mañana prepararemos el viaje que iniciamos el martes al norte del país. Kayumi, la ilustradora, se va a quedar en casa. Dice que no le compensan las incomodidades del viaje. Espero que no tenga razón.