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Diario de un viajero por Rodolfo Lueiro: destino Etiopía

by labsgrup_pablo

16 de enero de 2013

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En el mercado de Jijiga me encontré con personas que vendían un solo producto.  La mujer que traficaba con los tomates de su huerta, la que lo hacía con las lechugas y la que se apostaba detrás de dos carretillas de plátanos.  Tiendas mono producto. Había una mujer, que ni siquiera estaba en el centro, a la que se le podían contar las patatas que tenía a la venta.  Cuando no hay nada incluso unos céntimos son dinero.  Un hombre esperaba sentado en una silla a que la gente quisiera usar su báscula para cobrarle por decirle lo que pesaba.

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En Dire Dawa también hay personas que esperan pacientemente sentadas aun lado de la acera a que alguien venga a comprarle una de las veinte bolsitas de cacahuetes pelados que tienen a la venta, a uno o dos birr cada una, según el tamaño.  Las hay que solo venden café, y te ofrecen de acompañante un puñado de palomitas sin sal.   El chat, que es esa planta alucinógena que aquí tiene permitido su consumo y su venta, es quizá la que mas puestos de mono producto tiene en Dire Dawa, algunos para mejorar su oferta disponen de un trozo de cartón o de una sucia colchoneta para que te tumbes a mascarla.  Hay también, casi siempre mujeres, quienes ofrecen unas ramas como de mimosas con unos frutos verdes y ovalados que yo probé y que apenas tienen sabor. Como tres mujeres que me encontré esta mañana que esperaban a sus clientes sentadas en unas sillas de plástico mientas exponían su producto en una mesita baja de madera, que, probablemente, habían sacado del salón de su casa.

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Pero de todo los puestos monoproducto con que he tropezado esta mañana, quizá el que mas me sorprendió fue el del hombre que se dedica a arreglar pinchazos de ruedas.  Ahí estaba, sentado a la sombra de un árbol que crece en su local, esperando a sus clientes en compañía de un amigo o de un empleado.  Me pidió la foto y después de dar su visto bueno al resultado me invitó a retratar su taller, un motor que genera el aire para hinchar las ruedas y un pilón donde busca el lugar exacto de los pinchazos.  Trabajo no tenía mucho, pero a lo mejor era solo en ese momento en el que le tocó descansar.  Porque las carreteras como son de tierra son propicias para los pinchazos.

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La primera foto de la mañana la hice al salir de casa.  Una mujer llevaba a su hija a la guardería que está en nuestra misma calle, iban delante y me pareció gracioso que la madre aprovechara la capucha de la sudadera que llevaba su hija para que fuera con la cabeza cubierta.  La niña iba a la moda como las cristianas pero cumplía con su norma musulmana.

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La segunda fue a un niño que iba para el colegio y me llamó a gritos desde la puerta de su casa porque quería que le hiciera una foto.  Me  paso todo el día haciéndole fotos ala gente que me lo pide por la calle.  Les atrae tener ese momento en que requieren la atención de alguien de fuera y desconocido que , a lo mejor, es importante. Algunas las utilizo para colgarlas en este blog pero son mas las que duermen en el disco duro.

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Y la tercera a unos chicos que estaban sentados al borde de la carretera, de la calle bulevar de doble sentido que lleva de Sabateña al centro de la ciudad.  La gracia de la foto es que en vez de estar sentados en el bordillo lo hacían sobre las latas/asiento que le habían cogido a la mujer que prepara tortas y sirve te y cafés  allí donde ellos están.  Lo malo es que me vieron y empezaron a pedirme que los retratara a todos y lo mismo querían los que fueron llegando desde todos los puntos de la calle desde los que se adivinaba que allí ocurría algo.  Llegaron a ser tantos y a armar tal trifulca que les pedí por favor, con gestos, que me atendieran.  Cuando la mayoría estaba en calma, me quité el audfífono y les hice ver que me había quedado sordo.  Se rieron y se disolvió la bronca.

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Hoy decidí dar un largo paseo  La ciudad ha ido creciendo en los últimos años en dirección a nuestro barrio, Sabateña.  De hecho, es el último, el mas alejado del centro.  Para llegar a él, o para ir desde él al centro, solo hay dos caminos, dos carreteras  de doble dirección o bulevares  con una franja estrecha de tierra que algún día estará ajardinada, y los dos dibujan sobre el terreno una especie de ojo, estando en un extremo el centro y en el otro Sabateña.  La distancia por cualquiera de los dos está en torno a las cuatro o cinco kilómetros.  Y en toda esa distancia solo hay dos calles asfaltadas que unan los dos bulevares.  Una es en la que está el mercado del Zeido y la otra hacia la mitad del dibujo.   Hoy cogí por esa segunda, así que hice la mitad del recorrido por un bulevar y la otra mitad por el otro.  Justo esa calle nunca la había hecho a pié y por lo tanto no la tenía fotografiada.  Y valió la pena.

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Me encontré con un carpintero que ya había terminado una cama que tenía expuesta y que resulta que es muy parecida a la que utilizo yo.  Me encontré a dos ancianas llevando juntas un negocio de ventas de productos del campo.   En una tienda de teléfonos móviles me encontré con dos chicos que llevaban las camisetas de Real Madrid y del Barcelona.  Se ven mucho, son frecuentes, quizá sean las que mas se ven por la calle, a parte de la que lleva los colores de la bandera de Etiopía, que no sé si es la camiseta de la selección o es simplemente por simpatía con su bandera, pues estos colore se llevan en gorros, camisetas, pantalones, sudaderas, en todo tipo de prendas de vestir.

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Y me encontré con dos conocidos a los que tardé en reconocer.  El primero era el hombre que nos había venido a buscar al aeropuerto el primer día que llegamos de Addis Ababa.  Estaba tomando una cerveza y me llamó a gritos por un ventanal cuando yo pasaba por la acera.  Me invitó y le correspondí haciéndole una foto, a la que corrió a unirse la camarera.

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El otro fue un hombre que me hablaba como si fuéramos amigos, lo que es habitual aquí, pero yo estaba confundido porque no lo identificaba.  Fue cuando dijo el nombre del barrio, Sabateña, cuando di por hecho que al menos él sabía quien era yo.  Nos saludamos efusivamente y procuré marcharme lo antes posible porque no entendía nada.  Fue mas tarde, yo estaba a cien metros, cuando se presentó conduciendo su bajaj, ofreciéndose a llevarme.   En una inteligente deducción concluí que era taxista y que seguramente nos habría llevado a casa. Le agradecí la oferta y le expliqué que hoy quería andar.

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Pero de todo el día la mayor sorpresa la tuve al volver al Nilo Hotel, en el que había estado el día anterior y adonde me dirigí hoy para ver si me había caído por allí mi pendrive.  La camarera, nada mas verme, me cogió de la mano y me llevó a través del bar, de la terraza y del jardín, sin soltarme ni un momento, hasta la parte de atrás del edificio donde una mujer mayor, un poco más que yo, hablaba con dos hombres.  Les interrumpió y dijo algo, lo suficientemente interesante para que aquella mujer despidiera a los dos hombres y se quedara a solas conmigo.

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En un principio pensé que me llevaban allí porque ella iba a ser la única capaz de entenderme en el asunto del pendrive.  Pero le importó un rábano mi pincho, aunque algo le dijo a la chica de que lo buscara, pero por el interés que puso di por hecho que allí nunca iba a aparecer.  La mujer hablaba inglés, francés e italiano, además de amaharico, lo cual debió de resultarle dolorosamente insuficiente para entendernos perfectamente.  Aun así viendo los esfuerzos que hacía traté de imaginar poco y entender lo más.  Había estado siete meses en Italia y algún tiempo en España, le gustaban los toros.  Hablamos de Etiopía, del sol y de la gente.  Y le dije que me llamaba la atención el carácter de los etíopes y me hizo gracia su respuesta, es que los españoles son muy peleones, me dijo. Si, pero a mi me gusta la gente pacífica.  Y del sol, también España lo tiene.  Si, si, le dije, pero yo soy justo de una esquina en la que casi siempre llueve, de Galicia.  Ah! Si, me dijo y fue cuando se puso hablarme de su viaje.

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También me dijo que era la dueña del Hotel y que podría ir allí cuando quisiera y que, para empezar, entendí yo, lo que bebiera era por cuenta de la casa.  Muy agradecido, le dije y me despedí.  La mujer dijo algo y la gente que había por la casa lo fue repitiendo hasta que llegó al bar.   Allí pedí una Coca Cola y tuve que hacer diez fotos a la camarera y a su novio y a una chica que no quería hasta que decidió que estaría bien salir con el hijo de la dueña del hotel.  Se las hice, e incluso me sacaron a mi alguna, en la que salía en el medio de la camarera y su novio.  Pero salía yo tan blanco y con cara tan depravada que las borré todas. Las de ellos me parecieron movidas.

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Pero si tuviera que señalar la foto dolorosa del día, sin duda la del hombre con la pata de palo tirado en la acera, junto al que pasa una mujer indiferente a la escena. Y no culpo a la mujer.  Es tan frecuente encontrarte a personas tiradas, dormidas, desfallecidas o muriéndose, que acaban siendo transparentes.  Se convierten en seres invisibles.  Y su drama,  su dolor, su fracaso, su derrota, no existe nada mas que para ellos.  Al final, posiblemente todos estemos solos.  Pero aquí la soledad parece que comienza mucho antes.

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Hace unas líneas que os comentaba q e me había encontrado con una mujer que solamente vendía café.  Café preparado al estilo etíope.  Todo un lujo.  El grano lo tienen crudo y cuando tu decides tomarte un café, cogen lo suficiente para preparártelo, lo tuestan allí mismo delante de ti.  Y cuando está en su punto te lo ofrecen para que disfrutes de su aroma.  Después lo muelen, lo machacan en un mortero y te lo hacen al momento.  Para que no lo tomes solo suelen acompañarlo de un puñado de palomitas sin sal.

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Comimos donde siempre, en ese que los cooperantes tienen por el mejor restaurante de Dire Dawa y donde los gatos te andan por entre las piernas esperando que caiga algo.  Comimos mucho, sobre todo pan y patatas fritas.  Por la tarde esperé a Javier en el Triangle Hotel y por estirar las piernas me pasee hasta la piscina.  Esa en la que nos bañamos, yo un día, pero él varias veces  y de la que incluso está pensando en hacerse socio.  El agua estaba turbia por el fondo, como siempre, y con el verdín después del tercer escalón.  Pero además me parecía como si hirviera, pensé que serían mosquitos; pero no logré averiguarlo.  Lo que si vi fue un bicho como muerto, flotando, del tamaño de medio pulgar.  Lo miré bien y cuando me acerqué se escapó a lo profundo buceando.  Pensé en Javier y en decírselo.  Y a lo mejor me lo callo, creo que le viene mejor hacer ejercicio.

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