Diario de un viajero por Rodolfo Lueiro: destino Etiopía

17 de enero de 2013

Etiopía vive un momento prolongado de exaltación del espíritu nacional.  Los colores de la bandera del país están por todas partes, en las cintas que llevan en el pelo las mujeres, en las muñecas de los hombres que se sientan en las terrazas de los mejores hoteles, en las defensas de los todoterrenos, en las camisas de los niños que visten de fiesta, pero también en los bajajs y en las gorras y en las camisetas de los trabajadores.  Por todas partes asoman y lucen los colores de la bandera de Etiopía.  Se llevan, están bien vistos, están de moda.  Si hay algo que le hace competencia es la foto del presidente fallecido en el pasado mes de agosto.  También está por todas partes, en los bares, en los salpicaderos de los taxis, en las chabolas, en los hoteles.  Es mas conocido ahora que cuando estaba vivo.  Yo juraría que incluso hay quien no lo sabe muerto.  Es la campaña de perpetuación del régimen que aquí no discute nadie.  No en balde, las fuerzas del gobierno mataron , hace menos de ocho años, a doscientas personas en los conflictos universitarios de entonces.  Un sistema drástico para acabar con la oposición.  Por eso en Jijiga no se hablaba del problema de los independentistas levantados en la región.  Por miedo.  Por eso en Dire Dawa nadie comenta la actualidad del país, pero si saben que Cataluña quiere la independencia.  La democracia es un invento moderno.  Incluso nosotros tan europeos y modernos recordamos cuando la estrenamos.  Muchísimo después de que el el Chambolo dejara de ir descalzo en la carro de toxo.

En uno de los cauces de rio que atraviesa la ciudad, en el pequeño, en el que está a medio camino entre nuestro barrio sabateña y el centro, nos encontramos a un hombre lavándose en un desagüe de aguas putrefactas y, ayer mismo, a otro llenando una botella.  Son la imagen extrema de la falta de higiene de este país.

También nos encontramos a un perro muerto en la acera.  Casi putrefacto al que le asomaban ya los gusanos.  El olor era tan nauseabundo que le hice unas fotos deprisa porque me asfixiaba.  No eran buenas, y hoy, como nos caía de paso, le dije al cooperante que se retrasara un poco porque quería hacerle la foto cuando pasara al lado del perro, para que hubiera una referencia de su tamaño.  Porque me pareció un perro muy grande, por lo menos muy superior a los que callejean por aquí habitualmente.  Pues no estaba.  Alguien había decidido retirarlo.  Supusimos que podía estar oculto en uno de los montones de tierra que jalonan la carretera en ese tramo.  A propósito del perro veníamos hablando que como era posible que dejaran pudrirse un perro en el medio de las casas, que no hubiera un servicio de limpieza que evitara estas escenas y olores.  Pues lo había, ignoramos si improvisado o programado.  Pero el perro no estaba.  Entonces le recordé al cooperante que en Meis, una cabra estuvo muerta en la cuneta de la carreta que lleva a Barrantes  hasta que los perros y los raposos decidieron acabar con ella.

Hoy al medio día conocí a Hitler.  Vino a nuestra mesa en el restaurante donde comimos, vino zalamero pero tardamos en hacerle caso.  Por cierto el restaurante me pareció a mi el mejor de Dire Dawa.  Es que es del mismo dueño, me dijo uno de los cooperantes.  Jo, pues tiene un cuarto de baño mucho mejor, dije yo.  Y hablando y hablando me enteré cual es la escala de valores que utilizan los cooperantes para dar sus estrellas a los restaurantes.  El mejor es aquel en el que has comido muchas veces, mas de sesenta, y nunca te ha sentado mal la comida.  Y por ahora, solo hay uno.  El de hoy ocupaba una de esas casas que están a punto de cumplir cien años  con un pequeño jardín.  Me recordó las casas baratas de Santiago, las que hay al final de la Tenencia del Horreo (nombre con que se conoció a esta calle desde la Edad Media hasta que decidieron ponerle Gómez-Ulla, que es como se llama hoy. (Lección del profesor Gelabert).

Hitler vino a vernos.  Yo estuve a punto de darle una patada, bueno de hacerle un gesto para que se espantara, pero tampoco me hacía tanto daño.  Aquí hasta los gatos te acaban dando pena.  Y le dejé que anduviera entre nuestras piernas a la caza de lo que cayese de nuestra mesa, que no fue mucho.  Yo no me había dado cuenta del bigote corto que llevaba debajo de la nariz sino llego a oir al cooperante mas veterano decirle, márchate Hitler, márchate, no seas pesado.

Por cierto al acabar de comer, uno de los cooperantes que nos acompañaba decidió que nos prepararan la comida que había sobrado, la mía, que picaba de una manera insoportable, que nos la íbamos a llevar.  Nos la trajeron envuelta en papel de aluminio y dentro de una bolsa transparente.  Cuando salimos, nos rodearon unos siete u ocho niños que ya habían venido a saludarnos a la llegada.  El cooperante le entregó la bolsa con la comida a una mujer que tenía al octavo o noveno en el brazo.  Y todos dieron vivas a USA, que es como llaman al cooperante.  Y yo que creí que era para el perro.

Hoy seguí haciendo fotos a los vecinos.  Menos mal que me voy mañana.  Hoy fueron unas camareras del bar donde se encuentran muchas veces los cooperantes cuando salen de copas porque es el que mas oferta de wyskis, ginebras y rones tiene de todo Dire Dawa.  Yo estaba haciendo tiempo y ellas no tenían clientes, así que les hice las fotos.  También al local que es uno de los que alardea de su aficción al fútbol y como no podía ser menos allí estaba entre otras la bandera del Barcelona FC.

Pero de todos los vecinos que mas me sorprendieron que me llamaran para hacerle la foto, fue la de una vendedora de chat.  Me llamó desde la puerta de su local cuando yo iba por el otro lado de la calle.  Al principio no creí que me llamara a mi, pues no me pareció normal, uno de mis prejuicios locales,  que una mujer desconocida me hiciera señas desde la puerta de su casa para que me acercara.  Pero si, era por mi, estaba solo de este lado de la calle.  Foto, foto, foto, me decía tocándose el pecho.  Había dos hombres tirados en una colchoneta masticando chat que me hicieron señas de que a ellos no, y había una chica joven que se ría del atrevimiento de la mujer.  El sitio era pequeño.  Tan pequeño como los cuartos que dan a la calle, como ese, que utilizan para instalar las tiendas de ultramarinos, o los videoclubs, o las fruterías.  Entré y por supuesto que armé un estropicio, les tiré el recipiente que estaban utilizando para quemar incienso.  No era muy grande pero les esparcí el carbón ardiendo y el incienso por el suelo. Enseguida   salió la joven restándole importancia.  Me disculpé, pero pensé que seguiría quemándose en el suelo y quitando los malos olores que, por cierto,  ya estaban espantados.

Entre la vendedora de chat y otros chicos que acompañaban a unos hombres que estaban tumbados en la acera también consumiendo chat, me hicieron pasar el cabreo que me había cogido con un taxista que quiso cobrarme de más y que, al final me cobró, porque decidí pagarle lo mismo y bajarme antes de tiempo.  Después de haber acordado el precio, cosa que hay que hacer si eres turista o cooperante, y  siendo el doble de lo que le cobran a un vecino, a medio camino de  a donde íbamos quiso cambiar el acuerdo que teníamos, le dije que no, que habíamos pactado 20 birr por llevarme del centro a Sabateña.  Y que eran 20 y serían 20.  Y así fuimos discutiendo hasta que faltaban unos quinientos metros de lo que yo decía que era el final y como él insistía en cobrarme mas,  le dije que parara allí mismo, e hice ademán de bajarme en marcha, cosa que me resultaba imposible dada la velocidad a la que iba.  Pero, a la segunda amenaza paró.  Saqué los 20 birr acordados y se los tiré despectivamente en el asiento.  Algún problema? Me preguntó el muy cínico.  Problema?, hijo de puta, problema? Y me cagué en todos sus muertos, que es algo que aprendí a hacer en Sevilla.

Eran las tres de la tarde  y el sol era como el de ahí, esas tardes de agosto en que decimos que aprieta.  Pero me molestó mucho menos, aunque lo suficiente para arrepentirme de no haberme dejado estafar por el taxista porque al final el atraco no iba a superar los 50 cts de euro.  A lo que llegamos.  Pero cuando uno se hace etíope se hace etíope.  También me como lo que venden en la calle, esos triángulos de hojaldre frito rellenos de lentejas o de patata cocida y esas bolitas de masa que, por cierto, ayer que las compré poco después de encontrarnos con el perro putrefacto, eran diferentes, eran como empanadillas huecas, pero también sabían dulces.  Y me las dieron envueltas en una hoja de libreta con los ejercicios de un niño en amaharico.

Lo último, por fin logré retratar al pájaro que anida en el patio de delante de la casa del cooperante. Lo fotografié para que veais que bonitos son los pájaros que abundan tanto como los gorriones.  No es el que anida en casa, pero es igual.  A este lo retraté en el restaurante mientras se comía las migajas que debería de zamparse Hitler.  Pero lo habíamos mandado lejos.  El camarero había venido a espantarlo con una vara.

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