He decidido ponerme a andar desde Lisboa camino de Santiago. De los tres caminos que llegan a Compostela desde Portugal elegí el central, porque es el más reconocido y documentado. El que llega a Oporto pasando por Santarem, Tomar y Coimbra, el que que después no se aparta al mar y discurre por tierras de Barcelos e Ponte de Lima. No quise la ruta marítima, la más bonita y con menos asfalto, como tampoco quise recorrer el que desde el Algarve entra en Galicia por las tierras de Verin.
Como santiagués podría haber elegido un cuarto camino, el que recorrió a Raiña Isabel que pasa al norte de Barcelos, el que denominan Caminho da Rainha Santa, pero que no se sabe con certeza por donde transcurre, pero que dicen que hizo esta reina que ofrendó al Apóstol uno de los mayores tesoros de la historia compostelana, en el que iba incluida su propia corona, y del que nada se conserva en la catedral. De aquella peregrinación queda en Santiago, a pesar de lo desmemoriada que es la ciudad, su recuerdo en el nombre de una calle, a rúa da Raiña, porque allí parece que existió un hospital sufragado en aquella ocasión por la rainha portuguesa.
Sali de Vigo en el tren de las 8.48 con destino a la estación de Porto-Campanha fueron dos horas y media de viaje que en un tren antiguo, con un único wc en el último vagón y ninguna mesita en los respaldos, resultó incómodo y sin posibilidad de abrir el ordenador. Leí el periódico para enterarme de algo más que del resultado de la noche anterior y charlé con una peregrina que regresaba de abrazar al apóstol y se quejaba de no poder ver el Pórtico de la Gloria ni el botafumeiro y de los tramos de asfalto, algunos peligrosos, que hay en el camino en Espanha, me dijo. Era italiana, hija de un instalador de antenas que lleva desde los años ochenta trabajando exclusivamente con productos de Televés. Se sorprendió al ver que la fábrica de Televés estaba en Santiago. “Le hice fotos y se las mandé a mi padre”, me dijo.
Le pregunté por qué había decidido hacer el camino y me respondió que ahora vive en Portugal, en Porto, y el camino pasa por delante de su casa. Cuando llevas un tiempo viendo pasar a peregrinos por delante de tu puerta es difícil no echarse a andar.
A ella le debo mi primer enredo del viaje. Le conté que iba a Lisboa y que tendría que hacer transbordo y sacar billete al llegar a Oporto, que pensaba sacarlo para la estación de Rossio. Me aconsejó que no lo hiciera que me bajara en la estación de Oriente, la de Santiago Calatrava, que me detuviera a comer algo en el centro comercial de enfrente y que desde allí cogiera un taxi, que me iba a ahorrar mucho tiempo pues iba a tener que bajarme en esa estación y coger dos metros para llegar a la Plaza de Rossio. Le hice caso y la lie.
Conseguir un billete de metro me costó, me echó una mano una pareja que esperaba su turno detrás de mi. Me enseñaron el proceso y como tampoco a ellos le funcionaba dimos la máquina por estropeada y nos cambiamos a otra y acabaron regalándome una tarjeta, que ellos llaman cartao, para que yo lo recargase.
Cuando alcancé mi apartamento en la calle Fanqueiros habían pasado dos horas desde que había puesto un pie en la Estación de Oriente. Para abrir el portal usé una clave y con otra abrí un cajetín con la llave del piso. No tuve que aguantar a nadie en una conversación de circunstancias. Todo bien. Tras una ducha bajé a la calle dispuesto a empaparme de Lisboa empezando por la Baixa Pombalina, denominada así en honor del Marqués de Pombal, un admirable personaje, Primer Ministro al que el rey Juan encomendó la reconstrucción de la Lisboa arrasada por el terremoto de 1.755.
No hice mucho. Pasear el barrio, acercarme a la Seo a conseguir la Credencial de la Asociaçao de Peregrino Via Lusitana, que me dio un señor después de despachar otras dos a unos alemanes y vender unos rosarios a una pareja joven. Me paseé la Rúa da Plata, la Augusta, la de los Sapateiros, me di una vuelta por la Plaza de Rossio y preferí subir las escalinatas al elevador de Santa Justa para darme un paseo por el Chiado. Cené en un restaurante, abierto en un patio de manzana, un poco de queso portugués y una ensalada. Cena que hubiera sido frugal si no la terminara con un bizcocho blando de chocolate y una bola de helado.
Volví cansado para casa dispuesto a dormir profundamente.