Salí del albergue de Priate con sigilo y no por respeto a los que habían logrado conciliar el sueño y todavía estaban en él. Lo hice para no despertar al hospitalero. Me levanté a las cinco y media de la madrugada convencido de que el hospitalero nos había dejado encerrados en el Albergue. Pero ya no aguantaba los ronquidos de mi vecina de cama, una americana que, además de robarme la cama que yo había elegido previamente, se pasó la noche roncándome en la oreja. En la del oído bueno, para más lamento.
Ayer noche, a eso de la ocho de la tarde, cuando al sol del día todavía le quedaba una hora de vida y estaba dándole un último lengüetazo a las casas de la placita de Alpriate, el hospitalero se asomó a la puerta del pequeño albergue y como si fuera el mismísimo director de Waldorf Astoria neoyorquino, dijo en voz alta: “Me voy a cenar” Y yo, que estaba viendo la luz del atardecer, le contesté sin pensarlo: Para mi es muy temprano.
No. Es la hora, dijo. Y añadió, “a la vuelta, se cerrará la puerta. Si quieres cenar algo hazlo ahora.” Y me fui con él a cenar. ¿Hay que ser imbécil!
Fue una cena larga donde el hospitalero se comió medio pollo asado y una manzana mientras hablábamos. Durante los primeros momentos, y mientras el medio pollo tenía carne que morder, la conversación fue más o menos inteligible. En ese tiempo me enteré de que, cuando salimos del albergue, ya había tres o cuatro personas durmiendo y que por esa razón, a las nueve se cerraba la puerta y se prohibía hacer ruido y a partir de las diez se apagaría la luz. Además, me dijo: “Ya te reservé cama, con otro español y un canadiense, en Vila Franca de Xira”. “Ah! ¿Si?” Le respondí sorprendido mientras empezaba a pensar en la conveniencia de aceptar su decisión, pues era posible que en Vila Franca pasara como en Priate de donde se habían marchado, por lo menos, otros diez peregrinos por no tener donde dormir. Después hablamos de la partida y yo le dije que solía salir a las seis y media. “No, no, no. Del albergue no sale nadie hasta las siete de la mañana”, me respondió. ¿Y hay alguna razón para marcar el horario de salida? Le pregunté intrigado pues no soy experto en albergues e igual que hay una hora para cerrar la puerta, otra para el silencio y otra para apagar la luz, no me extrañaría que la hubiera también para empezar el día. Lo que me dijo fue que no quería que nos partiéramos las piernas caminando en la oscuridad por esos caminos en que las huellas de los tractores marcadas en los pasados días de lluvia se habían endurecido ahora y los desniveles creados eran un peligro para los caminantes. Fui incapaz de imaginarme el tamaño de las ruedas asesinas de los tractores. Pero desde ese momento quedé convencido que el hospitalero estaba paranoico .
Pensé que lo que estaba tratando de hacer era crear una nueva orden de los albergues de peregrinos, como aquellas monjitas y monjes del medievo que se dedicaban a formar órdenes religiosas de acuerdo a lo que ellos creían que era la mejor forma de servir a Dios. Me temí lo peor. Y a partir de ese momento ya no me enteré de nada. Al pollo se le había acabado la carne y cuanta más dedicación le exigía al hospitalero el conseguir un bocadito de carne, más oscurecía su acento y más incomprensible me resultaba lo que decía. Así que le salteé unos cuantos monosílabos por ver si encajaban, dos expresiones de lástima y tres de agotamiento, de acuerdo con lo que a mi me parecía que le correspondía al momento. Creo que acerté en dos ocasiones, pues no le noté que cambiara el tono ni dejara de buscar más comida entre los huesos del medio pollo. En las otras ocasiones le noté confundido y me pareció que se dedicaba a meditar con detenimiento mi respuesta.
Y a las nueve, cuando llegamos, todo el mundo estaba en la cama y durmiendo. Menos uno, que era canadiense de Vancouver, que leía en su móvil. Así que me acosté convencido de que iba a tener que esforzarme si quería salir temprano y no morir en el intento. Todo se me puso en contra y por la noche no pegué ojo. Dormí mal, dormí poco y con el sueño repartido en muchísimos trozos. La mujer que por la mañana ya me había arrebatado la cama que yo había pedido, se pasó la noche roncándome en la oreja. A las cinco y veinte, ya había bajado dos veces al cuarto de baño y ya le había dado una vuelta a todos titulares de El país. Así que me levanté. Pensé que si la puerta estaba cerrada trataría de saltar por la ventana y que si se enfadaban los peregrinos me daba igual.
A las seis, la planta baja del albergue mantenía la penumbra de la noche, pero ya estábamos en pie la mitad de los clentes, mientras el hospitalero dormía convencido que al hacerlo con la puerta abierta de su habitación todos acatarían sus órdenes.. Fui el primero en bajar el picaporte de la puerta y la puerta se abrió. Por un momento pensé en despedirme a gritos del hospitalero, pero me fui imaginándolo en la sorpresa al ver que los huéspedes se le habían ido sin respetar las normas de su orden.
Alpriate estaba amarillento y después de meternos para la Rúa do BomHumor cogimos una pista que nos llevó al campo y a caminar por una pista encharcada que perforaba un cañaveral.
A las siete habíamos caminado 9,5 km y le estábamos dando una puntada a las afueras de Forte da Casa camino de Alverca de Ribatejo. Habíamos atravesado por una esquina el pueblo y metido por un medio abandonado polígono insdustrial. En el extremo de una calle una reja nos cerraba el paso; pero una flecha amarilla, dibujada haciendo una S , nos indicaba como burlar la prohibición.
De nuevo esa sensación de clandestinidad. El camino portugués a Santiago me volvía a aparecer asunto de sectas peligrosas para la sociedad. Sorprende que gastando tantos cientos de millones cada año en promocionar los caminos de Santiago y comprobada su rentabilidad, la señalización del Camino portugués y el propio camino esté como está y pase por donde pasa. Esto pone en cuestión a los gestores gallegos y a su capacidad para convencer, sobran datos, a sus colegas portugueses de la rentabilidad del camino. Lo hablaba con el catalán, un bombero retirado, con el que hice esta segunda etapa. Nos encontramos en la plaza huyendo del Hospitalero políglota y paranoico y pronto nos sentimos hermanados en la mala noche que habíamos pasado sufriendo los ronquidos de la americana.
Nos separamos varias veces por mi insistencia en buscar en el camino la foto que supiera contar lo que estaba sintiendo. Ya sé que no lo consigo, pero lo intento. Entre otros sentimientos he intentado captar el vuelo rasante de una pareja de patos sobre un campo de hierba recién segado. Pero para eso hgay que ser un maestro con la luz. Olía a paja. ¿Huele a siega! le grité al catalán que iba delante antes de que el camino se abriera a un herbal que ya se había cortado y en el que la hierba estaba acostada secándose al sol. Al verlo, le insistí. Este es el olor de la siega en casa de mis abuelos al principio de los veranos de mi infancia. Y las voces espantaron a la pareja de patos que inició un velo rasante.
Desayunamos junto a la estación de Alverca de Ribatejo, en la que hace esquina, y de allí nos fuimos ya separados camino de Sobralinho y Alhamdra. Fueron tan solo 5,8 kilómetros pero en los que no fui capaz de encontrar ningún encanto, salimos de Alverca por un prado de arrabal y continuamos por una carretera de mucho tráfico y con tramos verdaderamente peligrosos para los peatones. En dos ocasiones tuvimos que cambiarnos de mano obligados por la ausencia de arcenes. Para afear más este tramo nos faltaba pasar por delante de la cementera Cimpor, una empresa de Intercement. Una imagen que da miedo.
Fue a la salida de Alhamdra, por la ribera del Tejo, cuando el camino tuvo algo de encanto son algo más de tres kilómetros de una pista para bicicletas y paseantes que fluye entre las vías del tren ocultas por una cuidada vegetación y el río Tejo, que en bajamar nos dejaba el olor fangoso de sus riberas.
Eran las once y hacía un calor de 26 grados cuando entramos en Vila Franca de Xira. Buscamos la pensión que nos había reservado el hospitalero de Priate y hablando, otra vez del hospistalero, descubrimos que nos había puesto como disculpa. A mi me dijo que tu le habías pedido que nos reservara en Vila Franca. Ah. Pues a mi que habías sido tu quien lo había pedido.
El hostelero nos pidió que nos diéramos una vuelta que todavía estaban limpiando las habitaciones. Habíamos sido los primeros en llegar. Llegamos sudorosos y cansados y nos hubiera gustado darnos una ducha, pero nos fuimos al bar de abajo a matar el tiempo.
Yo fui el primero en ducharme. Cuando el catalán lo estaba haciendo llegó el canadiense de Vancouver y le dije que por llegar de último le tocaba la litera más alta, a mi la cama sola y al catalán la litera de abajo.
Ahora son las cinco, a estas horas ya he comido tres veces. Vila Franca de Xira es un pueblo pequeño a la orilla del río Tajo, con mucha luz y, junto al cementerio, que sube por un monte escarpado, tiene una plaza de toros en las que estos días celebran tres días de tertulias taurinas. Ya me voy mañana.