Hoy me podían haber nombrado peregrino del día en Pombalinho, pero todavía no se les ha ocurrido este reconhecemento. Fui el único que pasé por este pueblo en todo el día y es posible que lo fuera en la última semana e incluso en el último mes. Me parece que por aquí no viene nadie nunca. Que el camino a Santiago pase por Reguengo de Alviela y por Pombalinho parece que es cosa nueva, un cambio que se ha introducido recientemente y que todo el mundo aconseja saltarse, pues esta novedad obliga a aumentar en 3,6 kilómetros una etapa que ya estaba en 30,7 km.
Pero a mi se me hizo irresistible Pombalinho y aquí estoy. El pueblo está en la mitad del campo y tiene como calle principal unos doscientos metros de carretera jalonados de casas en las que predomina el color albero, ese color amarillento que gusta tanto aquí como por el sur de España y donde lo solían vestir los señoritos para ir a los toros.
Los bares están bien señalizados. Hay tres anuncios de Sagres, la cerveza portuguesa, a lo largo de toda la calle, Ninguno tiene terraza en la acera. Uno es la Casa del Pueblo, en el segundo parece que no hay nadie y en el tercero cuatro hombres hablan ante la puerta mientras el que parece el cuarto habitante del pueblo les observa desde una bicicleta aparcada al otro lado de la calle. Busco un cuarto bar que tenga al menos una mesa con una silla en la calle, al fresco. Voy hasta la iglesia que está junto al letrero que indica la dirección a Golegá y no hay ningún bar más.
Me vuelvo. Saludo a los hombres de la acera y cuando me detengo a interpretar la larga parrafada que me ha soltado uno de ellos me doy cuenta de que hay un hombre esperando a que me aparte para baldear delante de la puerta del bar. Cuando me aparto todos se ríen por mi sorpresa. Me indican que no me van a servir en el bar porque el dueño es el que está todavía limpiándo. Me dicen que vaya al otro, que ya está abierto. Voy y a los cinco minutos todos vienen también, incluido el que tenía que abrir su bar.
El bar en el que estamos es un bar de pueblo, oscuro y con luces de tubos fluorescentes. Lo atiende una mujer que tarda en hacerme caso porque está de charla con otras parroquianas; pero cuando lo hace es amable.
En la calle no hay nadie, pero por el bar no deja de pasar gente. Me empalago con un cruasán espolvoreado de azúcar glass y relleno de una espesa crema de huevo. Me bebo dos cocas, no tienen zero, y tengo dudas de pedir un bocata de jamón. Pero se me anticipan las protestas de mi estómago. Me quedan todavía unos diez o doce kilómetros hasta Golegá pasando por Azinhaga, el pueblo del Nobel José Saramago. Al caminar cambia mi habitual relación distancia/tiempo. Doce kilómetros no son poco, son tres horas andando con el sol en lo alto.
Salí de Santarém a las 5.40. Salí por la Puerta de Santiago, que el incompetente al que le han encargado la señalización del camino con las fechas amarillas ha pintado una, y bien grande, en la piedra de la mismísima puerta de la ciudad. He estado a punto de esperar a que abrieran las ferreterías para ir a comprar un spray de pintura amarillo huevo para escribir al lado, en la misma piedra, “Yo no he sido”. Pues, por un momento me he puesto en el lugar del torpe responsable en ese chiringuito del Xacobeo.
La bajada a la Ribeira de Santarem es por el primitivo camino que subia desde el rio Tejo hasta el mismísimo Castillo de la ciudad del que quedan todavía las murallas que hacen balcón sobre la vega del río, a una altura, que ayer, hemos tardado una media hora en subir andando.
Esta mañana en la bajada se perdió el bombero y fue tanto el desvío que tomó que tardamos más de media hora en conseguir que encontrara el camino. Ya veis, yo socorriendo a un bombero. Son cosas del camino.
Mas adelante me perdí yo, me desvié unos 500 metros porque no vi una señal. Me salvó un hombre que volvía de supervisar la plantación que se estaba haciendo en una parcela.
En Vale de Figueira, que está a 11,4 km de Santarém, nos detuvimos todos en el primer bar del pueblo. Allí nos encontramos casi todos los que habíamos coincidido la noche de la primera jornada en el albergue de Alpriate. Aunque no nos saludábamos, nos conocíamos de vista.
Faltaron dos parejas de peregrinos. La del matrimonio de Cracovia. Se quedaron en Santarém. El hombre, que era alto y fuerte como Goliat, se torció un tobillo siete kilómetros antes de llegar a Santarém lo que no le impidió terminar la etapa pero si salir hoy al camino. Otra pareja francesa también se quedó en la ciudad porque al hombre se le hicieron ampollas en los dos pies y en el hospital después de socorrerle le prescribieron tres días de reposo.
No es que el camino sea duro, que son etapas sin cuestas, salvo la excepción de la subida a Santarem, lo que ocurre es que todos los que lo estamos en el camino estamos en esa edad, digamos incierta porque no no sabes si mañana te tocará a ti abandonar. Hasta ahora más parece esto un circuito de la tercera edad que un camino de peregrinación. Es como un parque de deporte urbano, en el que solo están viejos haciendo ejercicios en esos cacharros de hierro. Quizá es en esa identificación en la edad en la que nace esa comprensión ante los que se rompen. Hace tiempo que todos hemos aceptado que a esta edad la vida es un campo de minas.
Pero volviendo a la camaradería del camino. Hoy en Vale de Figueira, que es un pueblecito rural donde se empiezan a ver las primeras explotaciones de alcornocales y en el que, al menos, hay un loco que conduce un tractor gigante como si estuviera en un rally, cuando estábamos casi todos en nuestro primer descanso pasaron unas conocidas canadienses por delante sin detenerse y salió el francés a llamarlas. Se sorprendieron, llenaron de besos al matrimonio francés y entraron en la terraza armando revuelo, saludándonos a todos y haciéndonos a todos decir nuestros nombres para que nos diéramos por conocidos.
Se fueron todos y yo me quedé. Llegaron unos suizos, que me saludaron y con los que acabé entendiéndome en un perfecto castellano que habían aprendido en España donde habían nacido y en donde habían vivido su infancia hasta que se marcharon para Zurich. ¿De dónde sois? Les había preguntado. De Suiza, me habían respondido sin dudarlo. Y me pareció muy bien, incluso después de contarme cual era el lugar de nacimiento de ellos y de todos sus antenpasados.
Es hora de que me eche a andar de nuevo, que aun tengo que llegar hasta Azinhaga y andar después los siete kilómetros que dicen que hay de allí hasta Golega. Serán tres horas de camino. No voy a llegar temprano.
Ya estoy en Golegá que es un pueblo encaramado en una colina que tiene a su entrada una laguna alargada desde donde a través de una arboleda se ve el campanario de la iglesia. Tiene, también a la entrada, pero al final de la cuesta, la casa de un indiano que llama la atención. Es Golegá una ciudad amante del caballo por eso no me sorprendió ver en una de las calles, en la que está mi albergue, un cartel en el que se indicaba un carril para caballos y bicicletas.
El albergue, la Casa de Tía Guida está muy bien, tiene un patio con jardín donde estar y tender la ropa y las habitaciones son de un tamaño reducido de manera que nunca hay muchas personas en cada cuarto. Bueno, en el nuestro hay tres literas de dos, pero
dos plazas se han quedado libres. El matrimonio suizo tiene una habitación de princesa, me dijo la mujer, que está empeñada en que suba a ver su cuarto de baño. Subiré.
Desde Pombalinho hasta aquí he pasado por Azinhaga donde me paré, por cargar la batería de la cámara que se había acabado después de hacerle una foto a un limonero y a un anciano que inspeccionaba el motor de su coche manteniendo el capó abierto con un palo de escoba.
Había desistido de hacerle una foto a la estatua de Saramago en la plaza de su pueblo, pero me detuve en la Casa de Misericordia, que tenía un patio con una escalinata y un balcón corrido cubierto, a preguntar si daban comidas. Estaba cerrada y las mujeres que trabajaban en el patio trataban de podar una planta que había trepado hasta encima del muro. Está cerrado, me dijeron. Pero si vuelve usted atrás unos metros, hay un bar en el que se come muy bien y por muy poco precio.
Les hice caso pensando en cargar la batería, no en comer algo. En el bar, atendido por un hombre decrépito, no daban de comer a esas horas, pero me ofrecieron un bocata de jamón. Acepté y me arrepentí tras el primer bocado. Estaba demasiado salado. Esperé a que se cargara la batería y me puse en marcha. En la espera, un hombre que estaba acodado en la barra me contó que había vivido 16 años en Ávila y cuando empezaba a animarse y entrar en algunos detalles de su vida, me resultó imposible soportarle. Me disculpé y me puse en marcha. El hombre estaba muy abrigado y cada movimiento que hacía exhalaba un olor a podrido insoportable. Me fui tan deprisa que salió el hombre del bar detrás de mi a traerme el cayado y otro a traerme la gorra que también me había dejado colgada en una silla.
Le hice la foto a Saramago que estaba leyendo un libro sentado en la plaza del pueblo, un gran Saramago hecho estatua, de talla gigante y en hierro para que dure para siempre.
Este último tramo del camino lo disfruté poco porque transcurre por una carretera sin arcenes y durante los siete u ocho kilómetros hay que detenerse y apartarse todo lo posible, unos treinta centímetros, cada vez que pasa un coche. Imposible pensar en nada ni hacer otra cosa que ir tratando de llegar vivo a Golegá. Sin embargo, me llamaron la atención en ese tramo, un palacio del siglo XIX, un monasterio y dos muchachos, con pinta de perroflautas, con los que me encontré por sorpresa, pues no los vi hasta que estuve a un metro.
Los dos jóvenes arrastraban todas sus pertenencias, perros incluidos, en unas bicicletas con remolque. ¿ A dónde vais? Les pregunté . Y me miraron con extrañeza, tardando tres segundos en salir de su asombro para responderme: “A Lisboa”. Pues feliz camino, les dije. Y se quedaron mirándome como si les hubiera hablado una estatua.