Nos quedamos dormidos los 10 que estábamos en el dormitorio. A las 5.45 no se había movido nadie y empecé vestirme sin bajarme de la litera. Maniobra complicada y más, haciéndolo a oscuras y en silencio para no molestar.
Me gusta ir a los albergues, porque son el punto de encuentro de los que andamos en el camino; pero a lo de dormir en un dormitorio comunal no acabo de encontrarle el punto. Todo está en la mochila y lo que necesitas siempre está debajo de todo. La gente se acuesta temprano, entre las ocho y las nueve, y a las diez, lo más tardar, apagan la luz. A partir de ese momento la humanidad se divide en dos, los que se agobian y los que pasan de todo Yo soy de los que se agobian y cuando me despierta un ronquido dudo de si habrá sido mio.
Esta noche me he bajado tres veces de mi cama para ir al cuarto de baño y en las tres tuve la sensación de que alguien me iba a lanzar una zapatilla por haberle despertado. Creo que en una ocasión estuvieron a punto. Para evitar que la puerta estuviera mucho tiempo abierta dejando pasar la luz de fuera de la habitación, que está permanentemente encendida, era veloz en las entradas y salidas. Pasas, te giras y cierras con cuidado la puerta, me dije. En una de esas maniobras perdí el equilibrio y me caí sobre la llave de la luz iluminando toda la habitación. No pasó nada.
Por la mañana, cuando yo me iba, la italiana avergonzaba al canadiense al reprocharle lo mucho que había roncado. El catalán le censuró su actitud saliendo en defensa del canadiense. Le vino a decir que solo es imperdonable lo que se hace pudiéndolo evitar y que no pretendiera dormir en un albergue como si fuera una habitación individual, porque no lo es.
Salí del albargue deseando que los males de mis pies estuvieran resueltos, pero no fue así. Las molestias se agudizaron con la lluvia que después de tres horas largas había conseguido inutilizar el goretex de mis zapatillas. Humedecidos mis pies tenían más probabilidades de llagarse. Caminé sin descanso los once primeros kilómetros, sin sacarme la agobiante ropa de agua ni poder hacer una foto. Fue una caminata incómoda donde era imposible disfrutar del paisaje pues había que ir mirando donde se ponían los pies en cada paso, pues en las pistas de tierra y en las sendas entre arbustos solía haber charcos que te obligaban a caminar en zigzag.
Llegamos a Conímbriga cuando yo ya había decidido quedarme en ese pueblo a dormir. El primer edificio con que te encuentras tras una dura subida por una pista forestal, es el Museo Romano. No me pareció, me lo dijo el de seguridad al que le pregunté si era un albergue. También le pregunté por un buen café y me respondió que a esas horas no iba a haber muchos abiertos. Eran las 9.30 y me parecía tarde. Nos recomendó el Tres Jotas, como el único abierto. Por allí fueron pasando todos con los que había compartido habitación y todos les anuncie que me quedaba.
En Conímbriga solo hay un albergue con siete u ocho camas. Reservé una, pero no tardé una hora en llamarle para decirle que seguía camino. No me dejaban entrar hasta cuatro horas más tarde y , además, no tenían lavadora ni secadora. Me eché a andar despacio y busqué en cada pueblo donde dormir. Acabé en Coimbra, como todos. De nuevo volví a caminar treinta y tantos kilómetros.
En el último tramo llamé para reservar una habitación en un hotel próximo al camino. Cuando llegué la reserva llevaba la fecha del 28 de mayo, ¿en qué estaría pensando? Pues creí que la había hecho para hoy. No, la ha hecho para el 28. ¿Y tiene una para ahora? pregunté. En el tercer piso. ¿Y el ascensor? No tenemos. Miré las escaleras, muy empinadas y estrechas, y como llevaba ya treinta y tantos kilómetros encima le dije que no, que me iba.
Había salido el sol. Eran las tres y media de la tarde. Di una vuelta y acabé en la Plaza del Portazgo, en la buhardilla de un hotel de tres plantas también sin ascensor. Es un viejo hotel en el que se hospedaban las gentes de la provincia cuando tenían que venir a Coimbra a realizar alguna gestión. Está viejo pero consiguen mantenerlo limpio. El recepcionista debe tener la misma edad que el hotel, tiene el pelo de dos colores y se queja mucho cada vez que se mueve. Le pedí la habitación en la planta más baja posible y me la dio en la última. Me dijo que la habitación tenía dos camas pero que solo utilizara una, salvo si conseguía compañía. Le dije que no la iba a encontrar. Pues hay una mujer sola en la puerta de enfrente, me dijo como si estuviera interesado en que me lo pasara bien. ¿Y si consigo que me deje dormir en su cuarto, no le pago la habitación? No, eso no, me dijo. Dejamos el asunto .Le pregunté si tenían servicio de lavado y me respondió que es de pago y que está arriba. Cuando bajé con toda la ropa en la mano, me dijo que saliera a la calle, que cogiera la primera a la izquierda, que torciera una segunda vez a la izquierda y después a la derecha que allí había una lavandería. Le hice caso y me perdí.
Renuncié a la lavandería y acabé sentado en una terraza sobre el río Mondego y el puente de Santa Clara, en un local que se llama Passaporte, donde ahora estoy bebiendo algo mientras la ropa sucia está en una bolsa a mi lado.
Lo he decidido, mañana me voy a quedar en Coimbra. Me gusta la Plaza, me gusta la terraza del Passaporte y también me hace gracia lo viejo y cutre que resulta el hotel. Se llama (leo en el llavero con la llave de mi habitación) Larbelo Residencial y debajo tiene el número de teléfono de solo cinco cifras. También el llavero tiene años. tanto como yo, por lo menos.