Es la etapa en la que más contento he salido. Cansado, con los pies deseando meterlos en hielo, pero contento de haber andado una de las etapas más bonitas desde que salí de Lisboa el día 2 de este mes de mayo.
La hice larga, de unos 36 ó 37 kilómetros. Nunca sé lo que ando. Las guías que consulto ponen cifras dispares y nunca sabes si están incluidas las últimas variaciones del camino, las que huyen de la carretera como la de la entrada en Pontevedra, acompañando el descenso del río Tomeza, el rio más contaminado que he visto en mi vida. Lástima, estropea el paseo de entrada en la ciudad y le baja la nota de calificación de esta etapa que se hubiera llevado un 10. Con el río limpio la entrada estaría muy bien. En la actualidad es como pasear al lado de una alcantarilla abierta de tres metros de ancha y durante unos largos kilómetros.
El resto del itinerario marcado para el camino está muy bien. Desde la incómoda calzada medieval que cogimos un kilómetro después de dejar Pontesampaio hasta la entrada en Caldas de Reis. Una etapa claramente rural; para disfrutar.
Pontevedra es una ciudad en la que siempre da gusto detenerse. Ya no es la Pontevedra de toda la vida, ha mejorado. Ya no es la ciudad que estaba fuera del tiempo, anclada en la mitad del siglo XX. Aunque a las horas que la crucé estaba despertándose todavía. La recorrí por el camino oficial sin desviarme a mis lugares favoritos y me detuve un poco antes de cruzar el puente, en un bar que hace esquina para desayunar. Y desayuné también que aguanté hasta San Amaro, en Barro.
Imposible la soledad de otras etapas portuguesas. El número de peregrinos aumentó notablemente a partir de Oporto y se multiplicó en Tui. Quizá el hecho de haber roto con las etapas tradicionales también es motivo de que me encuentre con más gente en el camino, pues paso por Pontevedra, final e inicio de etapa para la mayoría, a una hora de salida más habitual para los peregrinos. Cuando crucé el Lérez eran las nueves y media de la mañana, a esa hora salían grupos de peregrinos.
Veo a grupos de seis y siete mujeres andando como si salieran a dar el paseo matinal por su ciudad, van en grupo y hablando. Creo que así las etapas se hacen más llevaderas pero se disfruta menos del camino. No somos pocos los que preferimos hacer el camino solos atentos al paisaje y a las señales que nos envía. Desde hace dos días ya no escucho cantar al cuco. Hoy lo eché de menos, como ayer. En un estanque de regadío saltaron las ranas al agua a mi paso. Todas menos una, que se quedó mirándome. El paporrubio o petirrojo viene todos los días a saludarme, como el mirlo que tiene el canto más bonito de todos. Del mirlo siempre espero que me silbe la ribeirana, como los de Lantaño ¿o eran los de Brandeso?. A lo mejor ya lo ha hecho, porque no la escuché nunca.
Hoy me salió al paso un perro que dudó si atacarme o escaparse. Le silbé y se quiso venir conmigo, lo dejé venir porque me gustaba, pero se puso celoso un gato negro que nos salió al camino y tuve que dejarlos a los dos. El gato prefirió perderme a que el perro se viviera conmigo.
La segunda parada la hice en san Amaro, unos 20 km después de haber salido de mi albergue. Me detuve en el Mesón don Pulpo, el último de los que hay en este lugar. En este bar, solo rebajan cuarenta céntimos en el precio a los peregrinos que le piden medio bocadillo. Yo les pedí medio bocadillo de una francesa de un solo huevo. No sé como sería el bocadillo entero, pero el que me trajeron tuve que partirlo en tres trozos para manejarlo con una sola mano.
Cuando llegué los dos bares estaban llenos, incluso la placita junto a la capilla. Cuando me marché llevaba un tiempo estando solo en la terraza del don Pulpo. Estando allí, solo y descalzo, se me acercó un hombre renqueando y apoyándose en un bastón que muy educadamente me ofreció dos colgantes que al unirlos formaban la vieira que hay en la fachada de la catedral, en el rincón de As Platerías. Se la compré por diez euros. Es de titanio, me dijo el hombre. Como la pieza que quieren ponerme en la cadera, añadió. ¿Y hace algo más? Pregunté curioso. Esta cruz, me dijo. ¿Y no hace la cruz de Santiago? También, que trabajo como un cabrón. Y nos pasamos a hablar de su cadera y cuando empezaba a contarme cómo iba a ser la operación le pedí que se callara. Me confesó que tenía miedo y que por primera vez se sentía mayor. ¿Cuantos? 79. Y lo dejamos ahí.
Ya dije que la caminata de hoy había sido larga, así que 8 km después volví a detenerme. Había quedado a comer con C. que había decidido salirme al camino para verme. Un poco antes de llegar a Briallos, donde está la desviación para las cascadas del río Barosa, hay dos lugares donde comer algo, un Furancho y Casa Maruja. El furancho estaba abarrotado, así que me fui a Casa Maruja.
Hola, buenas tardes. Quisiera comer algo. Esa fue mi entrada. La que supongo que es la señora Maruja, una mujer con tiempo de ser abuela, me miró como esperando lo que quería comer y un hombre que estaba bebiendo una cerveza en la barra, me dijo: Aquí no hay nada, vaya a las cascadas que allí se come muy bien. Algo habrá, dije. No, no hay nada, insistió el hombre; pero como la señora seguía mirándome sin decir nada, me dirigí a ella. ¿Hay caldo o sopa?. No, me dijo. ¿Y huevos? ¿Cuantos? Dos. Si, hay. ¿Y unas patatitas? No. ¿Y pan? Si, pan si. ¿Y una ensalada? Puede. ¿Y me freiría esos dos huevos? Si. Pues ya tengo comida. Allá usted, dijo el señor de la barra y se marchó.
Se fueron todos los peregrinos y los dos o tres vecinos que vinieron a tomar un vino. De nuevo volví a quedarme solo y como me meto en todos los charcos, le dije a la señora Maruja que estaba perdiendo la posibilidad de ganar dinero, que eran muchos los peregrinos que venían a su bar y que solo podían tomarse una cerveza o un refresco porque no les ofrecía nada más, ni siquiera vino. Tengo un vino muy bueno, me interrumpió, es de la casa y muy bueno. El vino es catalán, pero tengo que decir en su favor que es transparente y tiene el color de un albariño. Le pagué los cuatro huevos, que nos comimos C. y yo, un chorizo que nos frió, el pan y las bebidas, y quedé en volver con una empanada grande que le iba a vender a los peregrinos. Nos reimos mucho ; pero cuando volví al camino después de despedirme de C y de la Señora Maruja; fui echando cuentas y me pareció genial la opción de aquella mujer. Para vivir el negocio le daba de sobra, no tenía empleados ni obligaciones y ella sola se bastaba para servir tres mil cervezas al mes. Y el trabajo no era mucho: sacar chapas y lavar vasos.
Pedí habitación en el Balneario Acuña, el histórico hotel de Caldas que está a la orilla del Umia. La habitación individual me la ponían a 75 euros, pensé en los 15 que había pagado en el albergue El Mesón de Pontesampaio y les dije que era muy caro y que en Booking ponía 50. Eso era la semana pasada, me dijo. Pues me resulta muy caro, no la voy a coger. Le comprendo, me dijo muy amable la recepcionista y añadió: pregunte en el otro balneario, el Dávila, que está al otro lado del río, es un poquito más económico. Y por eso estoy en el Dávila. Mejor dicho, estaré, pues ahora estoy en el bar del Acuña en donde, por cierto, la camarera me reconoció. Yo a ti te conozco, me dijo. No, es que tengo una cara muy vulgar. Pero si soy la mujer de Cesar. Espera que me pongo de pie, le dije. Y haciéndolo la reconocí. No se me ocurrió otra manera de superar mi torpeza.