Una etapa corta, para algo tendría que valer la caminata de ayer, y bonita. La salida del albergue de madrugada le puso misterio al primer kilómetro. El camino agujereaba un bosque de altos carballos y loureiros que anulaban la primera luz de la mañana. Era un camino de los antiguos. Me pareció que una corredoira, en la que la mano de la Xunta de Galicia había sepultado las huellas dejadas por los carros de vacas durante cientos de años. Pero a lo mejor no, también es posible que fuera un simple camino de aldea. Las decisiones de la administración para trazar los caminos a Santiago no obedecen siempre a la historia o a la razón. Como el de ayer mismo. Todavía no acabo de enteneder como desecharon el camino histórico por una carretera que llevaba a Casa Avelina, en as Travesas. Es fácil imaginarse intereses privados.
El albergue en el que dormí, La Rectoral de Poulo, está muy bien; pero éramos tan pocos, éramos 6 para 42 plazas, que me pareció que la hospitalera estaba aburrida; pero con un aburrimiento que venía de antiguo. El peregrino valenciano del que os hablé ayer, se lo llevó la ambulancia a las diez de la noche. No tardó en volver. Se movía con temor y le atormentaba la indecisión de qué hacer. Por la mañana lo había resuelto. Cuando yo estaba saliendo me dijo que iba a llamar un taxi y que iba a tratar de volver a Valencia hoy mismo.
Después del pasadizo de robles y laureles el camino fue abriendo campos de maíz hasta desembocar en una carretera local que me fue llevando por entre casas de ganaderos de pocas vacas, los últimos supervivientes de un oficio condenado a desaparecer. La rentabilidad está en las grandes explotaciones, difíciles aquí en el reino del minifundio. Y también, por qué no, porque el tiempo corre a favor del conservacionismo que está en contra de las explotaciones vacunas, contaminantes y con un altísimo consumo de agua. A estas, por delante de las que paso espabilando a sus perros, se les adivina las dificultades para sobrevivir. No son envidiables, pero conservan el encanto de mantenerse fieles a una vida que ya no existe y que creemos más humana.
Como siempre, las primeras luces de la mañana son amigas de la fotografía. Da la sensación que te permiten captar mejor el alma del paisaje, te hace creer que lo retratas en su momento más natural, desperezándose después de una noche de inactividad, luego vendrá todo ese ajetreo que produce el sol en la naturaleza en el que hay que ser un maestro para reflejar en una foto lo que el paisaje te dice.
Me cruzo con un perro que pasea a un hombre que lleva puesto un chaleco amarillo de advertencia para conductores traspuestos. No lo dudo, por una carretera de aldea un perro y un hombre unidos por una correa y paseando dicen claramente quien dijo a quien: anda, ven conmigo que tengo que pasear, cuarenta minutos como mínimo. En la ciudad detectaríamos de sobre el hartazgo del dueño del can sacándolo a pasear un sábado a las ocho de la mañana.
El primer núcleo de población por el que paso con la importancia suficiente como para tener un bar es a Calle, a 1,8 km del albergue de Poulo. Ya está abierto a las ocho de la mañana, lo atiende solo una mujer joven, una chica. Le pido un desayuno convencional: un zumo natural, que sé que lo tienen porque lo anuncian al precio de 2,50€, un descafeinado de sobre y unas tostadas para echarle aceite, y le subrayo con el tono lo de “echarle”. Me pone primero el café y le da tiempo a que se enfríe antes de traerme el zumo y las tostadas, mientras va atendiendo a un parroquiano y a otro peregrino inglés, que era de los seis que dormimos en la rectoral de Poulo. Al fin me trae las tostadas con el aceite servido y, en el mismo plato, una mini dosis de aceite de “Capricho andaluz”. Le digo que no se puede servir así las tostadas. Me responde que es lo que le ordenan a ella que haga. Me da pereza devolver las tostadas y esperar más tiempo por mi desayuno. Me las como, pero le armo un taco. Me he olvidado de ponerme los audífonos y pierdo lo que la chica sigue diciendo. Le digo que no me conteste más o le pido el libro de reclamaciones. Qué pereza! Como siempre, lamento haberme metido en este charco.
A la tarde sale esta historia en una conversación con los peregrinos madrileños, él es el que cantó el Ave María de Schubert bajo la AP-9. Se quejan del precio elevado que le han cobrado por un pincho de tortilla, yo le cuento lo mismo y resulta que nos estamos quejando del mismo bar. El Cruceiro en A Calle, ese que se anuncia desde kilómetros antes como el último antes de llegar a Sigüeiro, hasta donde faltan 10km.
Dejo A Calle y sigo por el campo, me siento en la soledad, no hay ruidos, ni siquiera me doy cuenta de mi acúfeno, que he decidido que es el ruido que generan mis neuronas, el ruido de vivir. Más vale así. El sol todavía no está alto y en el campo hay un duelo de luces y sombras. Voy contento. Lamento no captar el trino de los pájaros que sé que están ahí. Ni siquiera el graznido de una bandada de cuervos que vuelan, me consuelo diciendo que están lejos.
Me cruzo con una mujer con sombrero de paja que camina apoyándose en dos bastones. Nos deseamos los buenos días. Tiene una expresión amable. Parece haber vivido a gusto no hay en su cara expresión alguna de rencor ni de arrepentimiento. Ahora lamento no haberme detenido con ella. Apareció en la carretera caminando con esfuerzo y ahora pienso que no había ninguna casa en centenares de metros. Ayer, en algún lugar camino de Hospital de Bruma, me encontré con una mujer también mayor y con sombrero de paja que también caminaba lentamente apoyándose en dos bastones. Nos saludamos y le dije que el ejercicio es vida y me respondió, sin dejar de sonreír y con la misma naturalidad con que me había dado los buenos días: “ya me queda muy poca”. Por un momento pensé en decirle: con esa cara no se muere nadie. Pero no se lo dije, ya conocí a una mujer, también mayor, que asumió su muerte con esa sencillez con que se aceptan las cosas ordinarias y comunes. Quien alcanzara semejante equilibrio, tanta sabiduría.
Como veis, estas divagaciones las produce el andar por el campo muy de mañana sin ver a nadie. Ay! Ojalá tuviera uno la cabeza mejor amueblada, para que tanto tiempo andando solo diera para algo más provechoso. Pero volviendo al Camino. En él me encontré a un peregrino que volvía de Santiago, me imagino que sería de Ferrol o de Coruiña y habiéndole gustado lo que había vivido a la ida trataba de disfrutarlo otra vez haciendo la vuelta. También me encontré a una cosechadora de maíz, de esas de las que ayer me hablaba en a Baixa de Ardemil el jubilado tratante te ovejas, de esas máquinas que recogen la planta entera y la muelen directamente. Hoy la he visto funcionando, como cortaba el maíz y lo depositaba molido en el volquete de un tractor que corría a su lado.
Y después de caminar en paralelo a la AP-9 no tardé en entrar en Sigüeiro. El camino pasa por el polígono industrial y, ya al final, junto a un campo de mesas y bancos a la sombra de unos árboles y a la orilla de un riachuelo, se mete por el sendero arbolado que corre junto a ese rio y nos lleva directamente al final de la etapa de hoy.
Para dormir elegí el primer lugar con el que me encontré el hospedaje de Casa Mirás, un antiguo restaurante y café.bar de mediados del siglo XX que hoy, remodelado, ha montado en las plantas superiores un albergue. Ahí he cogido la única habitación individual de que dispone por el precio de 15 euros.
En el bar estoy escribiendo estas notas, mientras a mi lado se desarrolla una apasionante partida de tute en la que además de los cuatro jugadores, gritan y se entusiasman siete mirones. Lo de los gritos y las discusiones no me había enterado hasta que uno de ellos me pidió perdón. ¿Por qué? le pregunté intrigado. Por el ruido, me dijo. No se preocupe, soy sordo. Y siguieron con su jaleo que yo seguí manteniendo en la inopia, que, como sabeis, es la más absoluta ignorancia.