Seis horas después de haber apagado la luz ya estaba tan despierto como para levantarme, pero preferí esperar a que rayara el alba, que es como se escribía antes amaneciera. Sobre las cuatro ya había andado por la habitación y acercado hasta la puerta de la terraza para ver si se veía algo en plena noche. No, todo estaba oscuro. El frío me había levantado, así que decidí ponerme unos calzoncillos largos que traje para salir de estos apuros y echarme por encima una manta gorda que había en la repisa que hacía de armario. A las seis, visto que la claridad era escasa, me arrebujé bajo la manta y esperé que fuera abriendo la mañana. Al hombre que me había abierto el hotel le había dicho que bajaría a desayunar a las ocho..
Había dos mozos almorzando que se callaron cuando me vieron entrar en el comedor. Evidentemente eran vascos. Me pareció que se habían levantado con su caricatura y no con la cara que deberían de tener ya a esa hora. Eran de Bilbao y estaban entusiasmados con St. Jean, con la mezcla de lo vasco con lo francés, que les parecía una combinación extraordinaria. Como a mi, les pareció extraordinariamente cuidado el paisaje, incluidas las casas. También les había llamado la atención lo temprano que se había apagado la vida en el pueblo el día anterior. “A las nueve ya no había nadie, apenas quedaba un local en donde tomar algo”dijo el más alto. “Seguro que se retiran antes para levantarse muy temprano para darle unos brochazos a las casas”, dijo el otro. “Están increíbles. Nos dijo el hostelero que todos los vecinos las pintan todos los años”.
No iba a desayunar nada. Le dije que tan solo un zumo de naranja. Pero como era de bote, para que no me sentara mal, me comí unos trozos de pan untados con mermelada de la casa y un cruasant de los que hacía un amigo del hostelero.
Los vascos eran jóvenes, 24 años, y me pareció que eran pareja. Uno se ganaba unas perras dando clases particulares y el otro dijo que él se defendía con la música. Me lo imaginé cercado de malhechores que huían despavoridos cuando él se ponía a cantar. Pero no se lo dije. Era estrecho de cara con una nariz desproporcionadamente grande y delgada. Era como un palo con un pico. Dijo otra vez que se defendía con la música pero no pude preguntarle de qué manera, porque el hostelero se puso a enseñarme, en su móvil, las fotos de unos peregrinos haciendo el camino que iba a hacer yo esa mañana. Se les veía en un día oscuro caminando por un paisaje nevado. Podía haber treinta o cuarenta centímetros de nieve. “Son de este sábado”, me dijo. “Debería asegurarse que puede pasar”, añadió. Preguntaré en Orisson, le respondí un poco asustado.
Orisson es el albergue donde tenía pensado pasar la noche, ya lo tenía pagado. Estaba ocho kilómetros monte arriba y allí me dirían si el camino era transitable. Si no lo era volvería a St. Jean para intentarlo por San Valcarlos.
El hostelero salió a despedirme a la puerta de la casa, del hotelito, y me indicó la carretera que se dibujaba en la loma de enfrente, que subía hasta lo alto y se perdía en una arboleda. “Sígala y entrará en la Ciudadela por la Puerta de España. En la misma calle busque Les Amis du Chemin de Saint-Jacques para que le den la credencial. Después siga toda la calle, cruce el río y empiece a subir hacia Orion”.
En la arboleda me perdí y me encontré con una fortaleza que me recordó la de Valença do Miño, pero esta los franceses la habían convertido en un instituto de enseñanza media.
Era la hora de entrada en el colegio y me extrañó que todos los niños acudieran a clase sin libros ni carteras, ni mochilas. Pero en vez de preguntarle por qué preferí que me dijeran por donde iba mejor para la Puerta de España.
Saint Jean de Pied de Port es una ciudad de paso, una ciudad de frontera, que al igual que Valcarlos en España debió de hacer dinero en la época del estraperlo. Esta llena de pequeños hoteles, hoteles caseros, que ya en el siglo XII acogían a miles de peregrinos que acudían a Santiago a salvar sus almas, a hacer que sus pecados les fueran perdonados.
Las hostelerías de la actual calle de la ciudadela albergaban a los que más recursos tenían, a los más acomodados, mientras el hospital Santa María, al final de la calle, recibía caritativamente a los pobres y a los enfermos en cumplimiento de las prédicas de hospitalidad y asistencia de la iglesia medieval.
Recorriendo la ciudadela no es difícil imaginarse el S. Jean medieval pues, como entonces, todo parece dispuesto para albergar y asistir al peregrino como hace nueve siglos. Los bares ofrecen desayunos y comidas para los peregrinos y panaderías y ultramarinos preparan menús con bocata, agua y fruta para tomar en la marcha. El peso económico del camino se adivina fácilmente, sin embargo , no abundan hasta el agobio las tiendas de asalto al caminante. Me imagino que como en la Edad Media, el acecho y aprovechamiento del peregrino nunca se haría mejor ni más completamente como en Santiago. Al fin y al cabo allí acababan todos irremediablemente.
En la sede de los amigos de Santiago había cinco o seis hombres amables atendiendo a los que íbamos a comenzar el camino. Cuando te dan la credencial, por la que tienes que pagar dos euros, te dicen que antes tienes que cubrir la primera de sus hojas con tu nombre y tu dirección. Una vez que lo haces, la doblan, la meten en una bolsa de plástico “para protegerla de la lluvia” y te la dan.
El hombre que me atendió a mi era mucho mayor que yo. Es decir, era muy mayor y estaba tan alegre que me animé a darles algo para la asociación. Entonces me señaló un cajón lleno de conchas de vieiras y una hucha. Eché en aquel cepillo todo lo que llevaba cambiado y até a mi mochila una concha pequeña y muy lavada.
Cuando salí de la sede de los Amigos faltaba un tiempo para las nueve de la mañana. Era demasiado temprano para echarme al camino. Llegaría a Orisson demasiado pronto y el día se me iba a hacer muy largo en aquel albergue. Así que decidí darle un toque de normalidad a mi vida. Me fui a un bar dispuesto a tomarme unas tostadas y una Coca Cola.
El bar era de Pepsi, lo que lamenté. Pedí un croasant y que me envolvieran un bocata para el camino. Mientras tomaba mi segundo desayuno me dediqué a fotografiar a los parroquianos que esas horas me desvelaban la razón por la que se retiraban tan temprano por las noches. Se estaban forrando a queso y a vino! Y todavía no habían dado las nueve!
El Camino comienza unos metros después de cruzar el puente sobre el Nive, justo tras decidirte si vas por el monte o por la carretera. Yo ya lo había decidido antes de echarme a andar, en el comedor del hotelito donde había pasado la noche. “Por Orisson el camino es más duro, es el tradicional, mas en contacto con la naturaleza, hay nieve y puede ser que después de diez o catorce kilómetros, tengas que darte la vuelta. Por Valcarlos no hay incertidumbre alguna, es más civilizado y tienes muchas alternativas donde descansar” me dijeron. Y opté por Orisson , con una dosis de valor y cuatro de inconsciencia.
Orisson es un refugio que está a 8 km de Sint Jean de Pied de Port y a 18 de Roncesvalles. Pero a setecientos metros de altitud, seiscientos más que S. Jean. Seiscientos metros que durante tres kilómetros hay que subir a un ritmo de metro y medio cada diez metros. Casi, casi, como si estuvieras subiendo escaleras. Es una subida fuerte. Y se anuncia como tan fuerte que yo he decidido dedicarle toda una etapa a estos primeros ocho kilómetros. Y es probable que me equivocara pues ahora tengo que estar todo un día, desde las doce y media, varado en el medio del monte. Y sin wifi.
Después de los tres primeros kilómetros hice un alto, en el que resultó ser el último hotel de Saint Jean, en el que una de las trabajadoras era española y me dijo que lo que quedaba era tan duro como los dos kilómetros que habían pasado pero que era más corto. Y era verdad fue una ascensión en toda regla y, por primera vez, por camino de tierra y piedras, donde las toperas eran tan grandes que me dio miedo pensar en el tamaño de los topos. Debían de ser como gatos.
La ascensión fue dura pero el paisaje pagó la pena. El último kilómetro es donde empieza el paisaje de alta montaña, de naturaleza casi libre, casi salvaje, caminando por encima del vuelo de las águilas que planean por encima de los últimos caseríos. Lo anterior, desde la salida de la ciudad hasta que el campo se desnuda de árboles y abandona los caseríos y a sus rebaños de ovejas, es la naturaleza civilizada. Todo ordenado y limpio. No se ve ni un solo contenedor de basura, pero no se ve ni un papel, ni una lata, ni una botella… Vi una colilla.
Dios! Es como si hubieran mandado a la naturaleza a Eton College mientras los gallegos la enviamos a un correccional. Y qué cierres! No hay nada que obstaculice la mirada. Los cierres son transparentes. Estacas y alambre. Os imagináis esto en manos de gallegos? Perpiaño, bloques, ladrillos, somiers y en cada rincón ahora una lavadora, más allá una nevera, después un sofá, un wáter, un coche calcinado, el alicatado de un cuarto de baño… Y más cierres de perpiaño de dos o tres metros de altura y sobresaliendo unas inmensas tullas. Que quizá no estén para preservar la intimidad sino para no ver lo que hay fuera, en la calle, en el campo. Además cuanto más cerca esté el horizonte mejor, cuanta más corta la mirada, mejor aún.
Vista la distancia que hay entre paisaje y paisaje, me reafirmo en que está bien que los gallegos nos extingamos, cada vez somos menos, hemos perdido todo amor, todo respecto por el paisaje. Y lo que es peor, toda capacidad de recuperación. No merecemos seguir habitándolo. Salvo que metamos ya! a todos los alcaldes en la cárcel por no haber sabido cuidarlo, por no haber obligado a respetarlo
En el descanso que hice a medio camino, aparte de quitarme los calzoncillos largos y cambiarme la gorra de lluvia sudada por una de verano y seca, hice amistad, bueno, tomé contacto, con otros agotados peregrinos que decidieron detenerse donde yo estaba. Había un tercero, pero enseguida convenció a la dueña del último hotel para que le subiera en coche todo lo que pudiera, porque la cuesta había podido con él.
Los dos que conocí eran ingleses. Uno casi tan viejo como yo y otro más joven. Un atleta que se había roto una pierna y venía al camino para bajar peso y recuperarse. Tenía aspecto de jugar al rugbi. A los dos les propuse que se quedaran a dormir en Orisson, que la ruta iba a ser larga y que incluso iban a encontrarse con nieve. Pero a ninguno le asustó lo que quedaba de camino. A pesar de que, andando yo despacio, les saqué en los dos últimos kilómetros casi quinientos metros al joven y el tiempo de comerme un bocadillo al otro.
Ya en Orisson trataron de convencerme para que siguiera andando, que en cinco o seis horas acabábamos y dormíamos en Roncesvalles. Yo les animé a quedarse pero enseguida me convencieron que no tenía sentido detenerse después de ocho kilómetros. Y tenían razón, así que me dispuse echarme al camino de nuevo. Pero mientras tomaba un trozo de pastel vasco y una light, volví a la antigua idea de dormir en Orisson.
No me asustaban los diciocho km que quedaban, lo que me asustaba es que al final del día habría andado 25 ó 26 y que al día siguiente tendría que volver a andar otros tantos aunque más suaves. Pensé en los doloridos que podían estar mis pies, en mis rodillas, en mis caderas y decidí quedarme. Monearía al sol y escribiría algo. Para las seis y media estaba convocada la cena y a las diez sería ya la hora de acostarse. Así que me quedaba.
Me despedí de mis primeros amigos del Camino ( el mayor de los dos aprovechó para enseñarme las fotos de sus hijas, que me pareció que había sacado de una revista de cine, de fotogramas o de la de Canal+) y me fui a hablar con la chica del albergue.
Lo primero que hizo fue sellarme la credencial, después me preguntó si mañana quería llevarme un bocadillo para la ruta. De Jamón, le dije. Entonces me cobró cuatro euros y me dio un papel con un número para que se lo entregase al que repartiera los bocatas por la mañana. Seguidamente subimos a las habitaciones. Descálcese, me dijo. “No lo necesito, le respondí, dígame el número de mi litera y ya está. No necesito verla” Pero insistió en que debía de descalzarme para que todo se mantuviera limpio. Lo que me faltaba, dije, que me roben los zapatos. Por la noche los meto en la mochila, pensé.
Aquí la ducha, aquí el wáter y en esta habitación dormirá usted. Elija una. Esta le dije señalando la primera de la izquierda, la que miraba hacia la puerta y controlaba el resto del cuarto. Pues muy bien, adiós. Y se despidió. No, no, le dije. Yo no quiero quedarme. Pues deje algo suyo encima de la cama para que se sepa que está cogida. Y qué dejo, pensé. Y si me lo roban? Les dejé los calzoncillos largos. No encontré otra forma mejor de marcar mi territorio. Me imaginé a los otros peregrinos cogiendo en alto mis calzoincillos y diciendo: Mirad este! Menuda ropa interior! Ojo con él. Aquí se acuesta un viejo desinhibido. Cuidado! Qué? Se creerá Supermán con estas mallas! Y todo en inglés. Bueno, sí; pero yo no le quitaría la cama, ni nada, a un tipo que duerme con semejante ropa. ¿No?
A las tres y media de la tarde el día ya se me había hecho eterno.
La cena fue colectiva y a las seis y media. El menú, lo que quiso el hospedero: costilla guisada a la que se le podía poner un arroz con tomate y/o macarrones lavados. Todo fue bién hasta que la camarera vino a decir algo en inglés acerca de cómo estaba el camino y a dar un consejo para fortalecer la amistad y la camaradería entre los peregrinos. Entonces la mujer del extremo de la mesa, una inglesa alta, con la cara larga, el pelo ralo y las orejas grandes, se puso de pié y vino a decir quién era y qué iba a hacer en los próximos días. Yo no le entendí mucho, pero con verla ya le había hecho una biografía completa, mucho más real que la que pudiera ella contarnos para propiciar que nos quisiéramos. Cuando me tocó a mi, les dije que era de Santiago y que simplemente volvía a casa andando. Me dedicaron las mismas risas que le dedicaron a los que decían que iban a hacer el camino para encontrar la paz de espíritu. Entonces, como me aburría me imaginé que realmente aquellas veinte personas que estábamos sentadas a la mesa en el refugio Orisson, estábamos allí concitados por la imaginación de Agatha Cristie. Un italiano milanés, que dijo llamarse Luigi, con cara de personaje escapado de un drama veneciano, que se lo comía todo “es que hace 24 horas que no como” menos el postre, un trozo de tarta, que pidió que se la envolvieran en papel de aluminio para llevársela para la etapa de mañana; dos belgas que hablaban valón, que, por su aspecto, podrían ser curas; un matrimonio de california con su hijo veinteañero que venía al camino para practicar su español y su portugués, una mujer de valencia que podría pasar por profesora de inglés en un instituto de Xátiva, el hombre que se sentaba a su lado, que aparentaba ser su marido pero que en realidad no les unía más que una amistad resultado de su relación sexual, supongo. Dos hombres jóvenes que se sentaban separados y que podrían estar haciendo el Camino para reducir la pena con la que pagaban un robo a mano armada, se les emparejaba porque ambos llevaban tatuajes y eran callados y distantes. Había otras dos mujeres americanas. Una era muy gorda, gordísima pero llamaba la atención por su risa repititiva,breve, fuerte y sin venir a cuento. Quieres agua? No? Jijiji. Quieres pan? Si? JiJiJi. Su compañera la amparaba y la animaba a hacer de todo. Tu puedes, le decía constantemente. Tu puedes. Y así hasta veinte. Ninguno daba la imagen de Poirot, pero todavía no se había cometido ningún crimen. Nos quedaba la noche.
Lo malo de los albergues es que todo es ahora fija. A las nueve cerraron el bar que era comedor y cuarto de estar y en las habitaciones ya había gente durmiendo. Yo me mantuve fuera hasta que se me empezaron a congelar las orejas y la nariz. A las diez ya solo estábamos a pie el niño de California, el valenciano que aprovechó para darle clases de español y yo, que para matar el tiempo decidí darme una ducha.
Cuando llegué a mi litera una mujer leía en su Ipad una novela. Pensé que podría ser el motivo para el crimen. También los ronquidos de la americana inmensa. Pero lo del crimen lo dejé estar cuando ya desnudo dentro del saco empecé a pensar lo difícil que iba a ser vestirme por la mañana en esta habitación mixta