Uno todavía es pudoroso, no se si por recelo o desconfianza, pero nunca por cautela ( Ya hace años que no provoco a nadie) . Uno es recatado. Y a uno, que soy yo, le cuesta exhibir no ya su cuerpo desnudo sino incluso a medio vestir. Seguramente me falta vida social: Tiempo en la piscina pública, en el gimnasio, o en una playa nudista. Y por eso duermo peor en un albergue.
Hoy a las dos y diez de la madrugada ya estaba deseando vestirme. Me tardaron los cantos gregorianos con los que despertaron a los demás a las 5.45 de la mañana.
Los albergues, casi todos, se cierran a las diez de la noche y no permiten la salida. Y a la gente le gusta ese horario. Ayer, en mi camarote de cuatro literas, a las ocho y media de la tarde ya había dos hombres en la cama. Yo fui el trasnochador, me metí a las diez menos cuarto porque no sabía qué hacer con ese cuarto de hora. A las doce me desperté deseando que hubieran pasado cinco horas. A las doce y media me desvelé avergonzado por si era yo el de los ronquidos. No respiraba por la nariz por el catarro y me había olvidado de coger las gotas descongestionantes en mi cazadora y no me había atrevido, después de la hora de silencio y a oscuras, a andar removiendo una mochila. Después tuve un ataque de tos, de esas que te dan en los conciertos o en las conferencias, justo cuando el ponente se pone de lo más solemne, de lo más grave e imponente. Y casi me ahogo. Un poco más tarde me arrepentí de haber bebido tanto dos horas antes de acostarme y me prometí no ceder ante los caprichos de mi vejiga. A la una y media no pude más y sin salir del saco me puse con muchas dificultades un traje de baño que metí en la mochila para no recorrer en calzoncillos los cien metros que me suelen separar del baño, como hoy.
Cuando empezaron los cantos gregorianos yo ya estaba sentado en mi litera intentando meter el saco en su bolsa. El de enfrente y arriba dio un salto, como Tarzan, y se puso delante de mi, cogió algo en su mochila y se largó al cuarto de baño. Aprovechando que los demás todavía no estaban conscientes del todo, aproveché para ponerme mis mallas y el pantalón, corriendo para no poner en evidencia mi decadencia. Cuando el canadiense que dormía encima de mi bajó de su litera yo ya estaba sentado en la mía doblando la toalla que había puesto a secar durante la noche a un lado de mi colchón. Después se levantó el cuarto y se pedorreó sonoramente provocando una sensación hilarante para todos menos para mi, que además de no poder oler por tener la nariz atascada, como no tenía puesto el sonotone (se le acabaron las pilas y no me traje ninguna) estaba tratando de averiguar si aquellos ruidos eran crujidos repetitivos de un no se qué, de lo que en un principio estaba casi seguro, o lo que me temía. Y viendo la fiesta que había provocado me incliné por lo segundo.
Así que cuando al mediodía al entrar en Zubiri vi una casa, inmediatamente antes del Puente de la Rabia, en la que se anunciaba una pensión, no lo dudé. Llamé al timbre y me cogí una habitación para mi solo, para mi pudor y mis toses, para mis ronquidos y mis quejidos, que no sabéis lo que me lamento cada vez que me doy la vuelta y se me queja el hombro, pero esa es otra.
A las seis y cuarto estaba yo empezando la etapa Roncesvalles- Zubiri. Y fue entonces, que no antes, cuando me pregunté: Y a dónde vas a estas horas? si está todo oscuro. Me senté en un banco y vi partir a los primeros peregrinos que se alumbraban el paso con linternas atadas a la frente. Después de un rato me volví al interior del albergue y fui a la cocina más por matar el tiempo que por comer algo, que me gusta desayunar un tiempo después de haberme levantado. Por eso, por hacer tiempo me gasté dos euros en una magdalena y en un capuchino descafeinado, que me dejaron un sabor dulzón en la boca que fui a quitármelo al grifo de la cocina.
Cuando me eché a andar eran las siete menos cuarto, seguía siendo de noche pero no sabía qué otra cosa hacer. Llevaba delante dos mujeres españolas que no acaban de entenderse con las linternas y una pareja de coreanos que cada poco tiempo se paraban a mirar la punta de los bastones que llevaba la chica. Era de noche, como dije, y yo me lamentaba por no haber esperado a que saliera el sol para atravesar aquel bosque. Además, aunque había luna, eran tantas las nubes, que poco más podía hacer que ir mirando por donde pisaba.
Lamenté toda la mañana el haberme puesto en marcha tan temprano, pues ni cuenta me había dado que aquel oscuro bosque que había cruzado a primera hora era el que llaman el robledal de Brujas. Y yo lo había pasado sin prestarle otra atención que la que necesaria para no tropezar y caerme. De solo dos cosas me me di cuenta a la salida del bosque. La primera fue el cruceiro que colocaron entre los últimos árboles. No le encontré sentido, cuando ahora pienso que sería para contrarrestar el poder las brujas, dueñas del robledal, una especie de exorcismo. Y la segunda el aserradero que está también a la salida, unos metros más afuera que el cruceiro. Un aserradero aquí, para qué? Me pregunté. Querrán devorar este bosque tan imponente. No me pareció que hubiera ningún claro por donde habíamos caminado y sin embargo eran muchos los troncos apilados justo allí al lado. Por primera vez un aserradero me pareció un cementerio de los árboles”.
Tampoco le di mucha importancia, muy cerca estaba ya Burguete, que dicen las guías que es un pueblo que cita Hemingway en Fiesta y que está lleno de casas blasonadas del XVII y el XIX. A mi me llamó más la atención que la iglesia y la calle estén dedicadas a San Nicolás de Bari santo al que mi madre, no se por qué, le encomendó el buen parto de su primer hijo prometiéndole a cambio, que le pondría su nombre. Por eso mi hermana lleva como segundo nombre el de Nicolás de Bari. Pero es verdad que es un pueblo en el que destaca la cantidad de casas buenas que hay. Realmente el pueblo en conjunto es impresionante Tanto, que por ver con detalle cada rincón me despisté de las señales del camino y anduve como dos kilómetros de más. Cuando di con la ruta, que estaba precisamente junto a la sucursal del Santander, sucursal semi escondida, como si hubieran tenido que disimular la oficina para no estropear el conjunto del pueblo.
Cuando recuperé la ruta hacía un sol radiante y lo fui disfrutando entre campos con ovejas y caballos, que pastaban libremente, y pequeños bosques de hoja caduca en los que tuve que sortear dos riachuelos hasta llegar al El Espinal donde tuve la tentación de hacer la primera parada. Tentación que vencí por preferir hacer el primer descanso en la mitad de la etapa. En el km 11, en Bizcarreta, seguro de que habría allí un bar para tomarme unas tostadas y una zero.
Y lo había: Casa Juan. Que se anunciaba con un gran cartel a la entrada del pueblo prometiendo mucho más de lo que da, a pesar de sus “25 años de experiencia atendiendo a peregrinos”. Pero para llegar a Bizcarreta atravesamos un bosque de hayas con un sotobosque de boj y acebo. Nunca pensé que hubiera tantos arbustos de boj juntos y durante tantos kilómetros, pues casi están presentes hasta Zubiri.
De los 21 kilómetros de esta etapa lo más duro está después del km 13, a la salida de Lintzoain hay un camino de cemento tan empinado que me hizo pensar en los ocho o diez pisos que a veces subo andando a casa de mi hija y donde siempre me tienta llamar en el sexto pidiendo socorro.
Bueno, el camino no es fácil pero al final no sabes si son peores las subidas o las bajadas. Como el largo descenso que te deja en el mismísimo Puente de la Rabia, en Zubiri. Os iba a hablar de la primera vez que yo oí el nombre de Zubiri y de aquel profesor de Filosofía que nos explicaba a Heráclito, el de no te bañarás dos veces en el mismo río, diciéndonos: Cómo van ustedes a perder el autobús si ni siquiera es suyo. Como si no se pufiera perder algo prestado. Pero a lo mejor mañana. Pues Zubiri es punto de partida y también admite una parrafada al comienzo de la próxima etapa.