La mayoría de los peregrinos duerme en las literas de los albergues por 7 ó 10 euros, come de bocadillos que se hacen ellos mismos con lo que compran en el súper o cocinan algo en las dependencias del albergue. Y beben agua. Andan escasitos. Muchos son pensionistas y ya sabemos para lo que da la pensión después de apartar lo de los gastos fijos. Luigi es uno de ellos. Anda rascado y preguntando siempre por la oficina de Correos, a donde le deben de girar los restos de la pensión, pero que nunca le giran. Cuando escucho sus lamentos me hago el loco. Todavía lo sigo viendo como un pícaro de la Edad Media. A lo mejor es la influencia medieval que rezuma el camino y resulta que él es un tío honesto y espléndido y yo un desconfiado cicatero que escatima hasta la amistad.
A mi me gustan los albergues a los que voy ahora, a los pequeños y privados, y siempre que consiga habitación para mi solo. En ello se pide la credencial de peregrino. Están bien, resultan cómodos y están muy limpios y lo de exigir la credencial de peregrino hace que en ellos se viva un ambiente determinado. No de barracón y camaradería pero sí existe cierta homogeneización, una relación de igual a igual pero con cierto distanciamiento respetuoso. Así que hoy vuelvo de albergue otra vez, he cogido una habitación para dos camas pero por la que me han bajado un poco el precio. Podía dejar que me metieran a alguien en la habitación y me salía a la mitad. Pero no quise. Ya sé que he perdido la oportunidad de una nueva experiencia porque la cama que me tocó es de matrimonio. Bueno, todavía es temprano.
Ayer en cambio en la habitación había una cama doble y una sencilla. La hubiéramos podido compartir hasta tres. Yo usé la doble y dejé la sencilla para extender en ella todas mis pertenencias, que es lo que hago siempre que me es posible. Sacar todas las cosas que llevo en la mochila. En el albergue en el que dormí estaban muchos de los que me encontré hoy por el camino. El compartir techo te mejora la relación, aunque solo sea para comer. Es como cuando te encuentras a uno de tu pueblo, con el que nunca hablaste, en Nueva York. De repente te siente como si fueras de su familia y te da unos abrazos que te intimidan.
Hoy me encontré en Navarrete con las coreanas que anoche cenaban en el salón de wifi del albergue. Ya éramos conocidos de otras etapas. Pero lo de anoche debió ser fundamental, porque hoy celebraron casi con entusiasmo mi llegada al verme subir la cuesta que da en la entrada del pueblo. (a lo mejor celebraban el que fuera capaz de subirla, quién sabe). Estaban desayunando y como ocupaban la única mesa de la terraza me fui en busca de otro bar aun sabiendo lo que arriesgaba. Muchas veces solo hay uno, en el que no te detienes. Como temí, tardé en encontrarlo. Al final fue una mujer que cruzaba apurada una calle la que me ayudó. No hay problema, me dijo, aquí hay muchos bares. Y me señaló uno de grandes ventanales que hacía esquina. Está cerrado, le respondí. Y ese otro? Ese también. Pues no se preocupe, me dijo diligente, le voy a indicar al que voy yo. Y caminamos juntos como unos cien metros. Es el de la puerta blanca de la acera de enfrente. Yo crucé la calle y ella a los pocos metros se detuvo delante de la oficina de Correos, sacó una llave del bolso y la abrió al público.
Yo, después de los casi trece kilómetros que había recorrido en algo más de dos horas, desayuné un bocata de tortilla de chorizo recién hecha y de postre ,me fui a la panadería cercana y me compré un pastel grande de hojaldre relleno de crema y cabello de Ángel. Cuando lo acabé, además de haber cubierto de azúcar glas la máquina de fotos, las mangas de la chaqueta y toda mi camiseta, pensé que nunca más iba a tener apetito. Tardé casi dos horas en pedir medio de jamón en Ventosa, segundo pueblo de la jornada y el último antes de llegar a Nájera.
A Ventosa llegué apurado por defectos en la ingeniería intestinal. No sabía como decirlo pero tenía que hacerlo porque la gente hace cosas muy raras. Por ejemplo, el que atiende en el primer bar que hay entrando en el pueblo, que lo hace como si la Botín te atendiera en la ventanilla del Santander, decidió, me imagino que para ahorrar luz, poner las llaves del servicio en la pared de fuera. Así que antes de entrar le das a la llave y la luz se enciende tanto en el espacio del lavabo como en el otro espacio interior de mayor intimidad. Lo malo es que el tiempo que te da es puramente insuficiente y cuando estás con tus cosas se va la luz. Y se va la luz de tu dependencia y la de la dependencia de al lado, de manera que no te llega ni una rayita de luz por debajo de la puerta. Y eso es muy incómodo. Pues aunque sabes hacer estas cosas con los ojos cerrados parece que se te complican cuando las tienes que hacer a oscuras. Bueno dichas estas tonterías os contaré otra que me pasó en Ventosa.
Justo un kilómetro antes de llegar al pueblo que yo venía fotografiando desde que lo vi en el horizonte, se anuncia “Un kilómetro de Arte”, y uno que es torpe, entiende que se encuentra a un kilómetro de Arte. Me pareció un nombre extraño para un pueblo pero no lo es menos Muruzábal o Puentes de García Rodríguez, así que llegué a Ventosa creyéndome que entraba en Arte. El que me sacó de mi error fue el hostelero que me había atendido con cierta displicencia y eso que fue antes de preguntarle a cuantos kilómetros estábamos de Ventosa. Esto es Ventosa! Exclamó riéndose de mi ignorancia. Y lo rematé: es que yo creí que estaba en Arte. No, hombre no, me explicó condescendiente. Es que aquí tenemos mucho arte, como un kilómetro me dijo. Tenemos la Iglesia y una escultura un poco más abajo… Y como no cubría con eso más de trescientos metros, me imagino, sacó un folleto donde se daba cuenta con detalle de lo que se podía visitar en Ventosa. Léalo y verá, me dijo al entregármelo. Y lo leí. Sobre un mapa dibujado de la localidad aparecen hasta nueve puntos de interés que, consideran, no debe perderse el visitante. Que son: La Iglesia de San saturnino, el Ayuntamiento, el Hotel Las Águedas, el Antiguo Hospital de Peregrinos, el Albergue de Peregrinos, el restaurante Buen Camino, el Bar Local Centro Social, el apartamento rural Loft&Garden y las Bodegas Alvia. A mi me dio pereza subir las cuestas del pueblo y al salir de aquel bar me metí en el camino directamente.
Ventosa está a once kilómetros de Nájera pero se ve enseguida desde lo alto de San Antón. Lo malo es que se ven tres pueblos a lo largo y ancho del valle del Najerilla y no sabes cual es Nájera hasta que vas pasando los desvíos a los otros dos. Y ya se sabe lo largos que son los dos últimos kilómetros cuando te das un paseo de 29, como el de hoy.
El camino en la etapa de hoy corre durante muchos kilómetros en paralelo a carreteras y autopista. Molesta el ruído. Solo a lo largo de dos tramos se aleja lo suficiente para que el zumbido del tráfico no se imponga al paisaje como así ocurre en muchos momentos. Y eso que soy sordo y que sigo sin el pinganillo. La salida de Logroño es como el de todas las ciudades aunque en este caso es posiblemente de las peores pues falta información. Incluso escasean las flechas amarillas que sin embargo aparecen por triplicado cuando ya estás metido en la ruta. Es como si alguien le hubiera dicho al pintor: “Vete por ahí y pinta tres o cuatro flechas” y pintó tres en el mismo cruce.
Si algo tiene condenable esta salida urbana es, lo dicho, la falta de información; Y si algo tiene de bueno es la pintada del túnel de debajo de circunvalación que en vez de dejárselo a los grafiteros de la calle, se lo han encargado a un profesional y ya se sabe que los grafiteros respetan la obra del otro.
Después del túnel hay un paseo verde que nos lleva al pantano de la Grajera. Paseo que durante un centenar de metros está flanqueado por cipreses y es verdad que por un momento este tramo recuerda a las imágenes de la Vía Appia, la famosa calzada que partía desde el mismísimo foro de la antigua Roma.
El embalse de la Grajera, fue construido a finales del S.XIX sobre una laguna natural con el fin de acumular el agua del río Iregua para regar las huertas situadas al sur de la capital. Hoy pescaban allí cinco o seis hombres. Qué se pesca aquí, pregunté. Trucha y carpa, me dijo un hombre joven que esta epatando su anzuelo. Unos metros más allá otro hombre lanzaba sus sedal en el que había puesto de cebo granos de maíz y macarrones cocidos. No me atreví a decirle nada.
El paseo por la finca que rodea el embalse es un paseo muy bonito, en el que te encuentras con patos, con ardillas y con un pájaro del tamaño de un pollo, que nunca había visto, de colores negro y azul, y que no me dio tiempo a retratar. Después de las antenas de radio que hay al final del lago el camino discurre por plantaciones de vides entre las que, de vez en cuando, se intercalan pequeñas parcelas de monte bajo. A excepción del tramo que hay que recorrer junto a la valla metálica de la autopista donde algunos peregrinos han ido entretejiendo en la red metálica cruces con todo tipo de material, una banda de plástico, trocitos de madera, plástico, dos trozos de metal o de tela, la cadena de una bicicleta, etc. Etc. Cualquier cosa les sirve. Si ayer eran los altarcitos hoy son las cruces en la alambrada de la autopista que nos hablan de uno de los perfiles de la gente que hace el camino.
Después viene Navarrete en donde las coreanas desayunaban en la terraza del primer bar que hay entrando en el pueblo. Pero antes aparecen las ruinas del Hopsital de Peregrinos del siglo XII cuya puerta está hoy en el otro extremo del pueblo, en la entrada del cementerio.
Y justo antes del cementerio de Navarrete, cuando ya estaba dejando el pueblo, me encontré hoy a una mujer y a un hombre que desde el arcén de la carretera charlaban con otro que estaba en su huerto y al que le vi, al pasar, cinco grandes espárragos. No pude evitarlo y entré en la conversación. Durante los siguientes veinte minutos me enseñaron todo lo que sabían sobre los espárragos, como se plantaban, como se cultivaba su crecimiento y como se recogían. Incluso me mostró, el dueño del terreno, cómo se localizaban haciéndome una demostración y mostrándome, tras escavar un poco con la mano, como emergían tres espárragos. Pero estos los vamos a dejar para mañana, me dijo el señor. Pues mañana vuelvo, les dije antes de irme. Pero sabían que no, sabían de sobra que estaba haciendo el camino
Fue un día sin sol y a las fotos les falta color y brillo. Y , al menos yo, lo eché en falta, pues pasado Ventosa tuve necesidad de ponerme la cazadora, que no me quité hasta que estuve en mi habitación de cama de matrimonio en el albergue Puerta de Nájera, justo al lado del río Najerilla y de la ribera donde unos peregrinos franceses descansaban junto a las bicicletas que reconocí como de la empresa Cycling the Camino, donde mi santa tiene intereses.