Y después de haberse postrado el peregrino ante el Apóstol Santiago, en la pétrea catedral compostelana, alguien le dijo que su penitencia no estaría completa mientras no llegase al Fin del Mundo y se postrara ante la Virgen de la Barca, en Muxía, aquella que se le apareció en carne mortal al Zebedeo, en una nave de granito de la que hoy se conservan las velas y el timón, en un salvaje paraje bañado por las furiosas aguas del Atlántico, al que acuden millares de fieles en septiembre para participar en su romería, catalogada como de Interés Nacional.
Y el peregrino tomó la Ruta de Fisterra-Muxía, siguiendo las flechas amarillas del único Camino que es continuación de todos los Caminos jacobeos. Después de tres días de andadura pudo ver por primera vez, en todo su recorrido, el azul del mar, desde el Alto de San Pedro Mártir. Por allí, cuentan algunos, existía un monstruo, El Vakner, temor de todos los peregrinos.
Un día más y llegó a Fisterra: el puerto hacia la Isla de la Felicidad. Allí, en el faro, quemó sus ropas, para purificarse y renovarse, y repetir el mismo ritual que antaño se hacía en los tejados de la Catedral de Santiago.
Le pareció extraño ver llegar gente y gente al atardecer, que se acomodaba en las rocas mirando hacia el horizonte. Y les imitó. Pudo contemplar el más bello espectáculo que vieron sus ojos: el sol, poco a poco, era tragado por el mar, en un marco multicolor que se extendía por el cielo. ”¡Qué grandeza! ¡Qué poco hace falta para la dicha!”, pensó o exclamó. “¿Soy yo merecedor de esto?”, se preguntó. No se extrañó de que el romano Junio Bruto, después de haber superado el Río del Olvido, volviera a Roma asustado por el Finisterrae, ni que San Guillermo crease allí su ermita, ni tampoco de que se utilizara una piedra cercana para rituales de fecundidad, y menos que una centenaria bruja llamada Orcavella se encerrase en un sepulcro custodiado por serpientes con un pastor. Era un lugar mágico.
Al día siguiente continuó. “¿Qué otras sorpresas me esperan?”, hablaba consigo mismo.
Llegó a Muxía por la ruta de la costa, después de ver acantilados y playas, y comprendió lo que le habían dicho en Santiago. Pudo conversar un día entero con el mar. Y este le contó que hacía muchos años un trovador, Buserán, se había enamorado de una hermosa joven, hija de un noble de la zona. Enterado el padre del idilio, quiso romperlo encargando a sus criados que tirasen al mar al galán, acabando con su vida. La enamorada se enteró de lo ocurrido y al morir el día acudía al lugar llamando a su amado. En una noche el mar se embraveció bruscamente, se elevaron sus aguas resplandecientes con la luz de la luna llena, adoptando la forma de Buserán que abrazó a la mujer y se la llevó consigo.
Desde Lourido quiso desviarse a Moraime. Su iglesia románica, sus pinturas interiores, las esculturas del pórtico y las ruinas del monasterio evocaban épocas de grandeza. Así se lo explicó una aldeana. Este monasterio era uno de los centros de poder de toda Costa da Morte. El otro era el Castillo de Vimianzo, cuna de los Condes de Altamira, muy bien conservado y que alberga actualmente una amplia exposición de artesanías en vivo.
El nombre de Muxía (mongía) se debe a esta presencia. Los campesinos firmaban los foros, similares a unos contratos de arrendamiento, y pagaban a los monjes en especie, con trigo y animales. En la Casa de Trillo de Santa Mariña, dedicada a turismo rural, se conservan ejemplares de estos documentos antiguos, que se exhiben en una vitrina. Además, allí nació D. Benito de Agar y Leis, padre de D. Pedro de Agar y Bustillo, que llegó a ser, en dos ocasiones, presidente de la regencia de España e Indias. También nació allí un famoso clérigo, D. José Díaz Arosa, al que llamaban “O Sabio de Villastose”, por dedicarse a curar enfermedades a gentes que acudían de casi la mitad de la provincia.
Pronto llegó a Muxía. Por el Camiño da Pel, después de pasar por la iglesia parroquial y su original campanario, alcanzó el Santuario de Nuestra Señora de la Barca. Entró en el templo, del que colgaban numerosas maquetas de barcos, ofrendas de marineros que sobrevivieron a naufragios. Se arrodilló ante la Virgen y rezó con mucha fe, recordando los versos de Rosalía de Castro “Nosa Señora da Barca, ten o tellado de pedra, ben o podía ter de ouro, miña Virxe, se quixera”.
Paseó por las formaciones rocosas que rodean el atrio. La piedra de Abalar, la piedra de los Cadrís, la de los enamorados y el timón. Rocas llenas de vida y, una vez más, la magia.
Al otro lado de la ría estaba Camariñas, con su Cabo Vilán y la ermita de la Virgen del Monte. Una canción dice “Miña Virxiña do Monte que ós mariñeiros sempre vixías, non permitades que morran lonxe da terra, da terra miña”.
Se sentó mirando al horizonte y de nuevo vio como llegaba gente y gente y se acomodaba en las rocas con el oeste enfrente. No se quiso perder otra puesta de sol y tampoco supo decir en cual había estado más cerca de la felicidad eterna.
Reflexionó y tomó la decisión de alargar su estancia para disfrutar del paraíso que Muxía y sus alrededores le ofrecían. Llamó a Casa de Trillo y le fueron a recoger. Una vez en casa, disfrutó del fuego, de la conversación, de la paz del lugar, y deleitó su paladar en los suculentos manjares preparados con recetas ancestrales, a la luz de las velas y en manteles de lino.
¡Qué bien durmió!