Día 31 de diciembre 2012
Me detuvieron. Me bajé en Corner Y aprovechando que tenía que cruzar el río me dediqué a hacer caso de los consejos de Javier y me fui a hacer la foto del palacio donde se hospedaba Haile Salasie, en el que había pernotado una vez Benito Musolini cuando Etiopía formaba parte de lo que los italianos llamaban el Africa Oriental Italiana, su imperio colonial, allá por el 1936. Y en eso, que a la quinta foto un hombre me da unas voces y como no hago caso me viene a dar en el hombro para que le atienda. Disparo por sexta vez y me doy la vuelta. Coño! Estaba siendo detenido. Un guardia estaba empeñado en que le acompañara. Y le acompañé, qué iba a hacer? La noche anterior había visto la intervención de tres policías en un asunto de control de tráfico de bajajs y, aun no pareciéndome muy peligrosos, no me alegró que llevaran las pistolas por dentro del pantalón, sin cartuchera ni nada. Pensé entonces, y llevarán borrado el número de identificación de la pistola. Y ahora, uno de esos hombres de azul algo desteñido me estaba llevando para la parte de atrás de un caseto, a la entrada del puente que lleva de Corner a la Plaza de la Estación, muy cerquita del Elga Café. Me pareció tan serio que incluso traté de entender algo de lo que me decía en amaharico. La cosa se alargaba y como aquel hombre no dejaba de hablar empecé a pensar en lo que podía pasar. Y pensé: o quiere que le de dinero para dejarme libre o pretende enrollarse hasta que lleguen los refuerzos. Pero a la vez me preguntaba por qué estaba yo siendo detenido y para que iba a querer los refuerzos si yo ya estaba rendido. ¿Y si quería dinero? Iba jodido, yo, por supuesto, porque no pensaba dárselo. Pero inmediatamente me venían a la cabeza todas las contraindicaciones de una actuación heroica en un país subdesarrollado. Por lo menos podía aparecer como el responsable directo de los últimos casos sin resolver de su comisaría. Entonces tuve lo que se podría llamar un proceder intuitivo, como no entendía nada de lo que me estaba diciendo y tampoco era capaz, por su tono, de interpretar si me estaba riñendo, aconsejando o dictándome las que serían mis últimas voluntades que tendría que firmar después, le di las gracias en amaharico que es lo único que se de decir en su lengua. Y entonces se calló un momento y aproveché para enseñarle las fotos que había estado haciendo, las seis del palacio y tres o cuatro mas. Pero solo le interesaban las del palacio y me pareció que me decía que tenía que borrarlas. Pero, también mas relajado, pensé que a lo mejor me estaba diciendo que eran magníficas, claro que entonces no tendría sentido que negase tan insistentemente con la cabeza. Entonces señalé al palacio con la cámara y le dije: Esta bién. Foto palacio no. Y negaba con el dedo. Y entonces él me dijo que si y yo le sonreí como si hubiéramos llegado a un acuerdo, le di las gracias de nuevo y vi que me podía ir marchando. Y eso hice.
Empecé la mañana con mi desayuno habitual, un te y una torta. Pero hoy la que debe ser la dueña se negó a cobrarme los cinco birr habituales. Ignoro por qué, y sería ruín pensar que lo hacía por las dos fotos que le hice, pero le ordenó a la que yo creía hasta ahora que era la que mandaba, que me cobrara tan solo tres birr. Le quedé muy agradecido. No supe decírselo, ni lo intenté, pero era un gesto de aprecio que no estaba justificado.
Después me fui al ciber con la intención de pasar pronto el texto y las fotos al blog y marcharme al centro. Imposible. En mi ciber habitual no había conexión y los otros dos estaban cerrados. Esperé haciéndole fotos a la gente de la calle, a un telderete vacío hasta que se fue llenando de frutas y de clientes y a una mujer que se gana la vida sirviendo tes y cocinando en la calle. Me aburría. Me fui a hablar con la de la tienda. La disculpa, preguntarle por qué estaba cerrado el cíber. La niña que salió a atenderme no tenía ni idea; pero miró para el suelo e hizo brotar un hilo de voz en el que aplazaba una hora la apertura del negocio de al lado. Me pudo la curiosidad y me acerqué para ver de donde salían aquellas palabras, con la disculpa de confirmar quehabía entendido bien aquellas palabras en inglés. Una mujer con mala cara estaba tirada en un jergón. No sé lo que pensarán los alemanes de la productividad etíope, pero aquí no se descansa ningún día de la semana y se trabaja de sol a sol, incluso en la enfermedad como podía estar comprobando. Hoy le he declarado la guerra a Alemania, ya os contaré por qué, pero espero que no se enteren.
Al fin abrió el ciber, el peor de los tres, el que me destroza los textos cambiándome las palabras acentuadas. Aun así me quedé para ir subiendo las fotos que es lo que mas tiempo lleva. El ciber es pequeño, sucio e incómodo. Ni siquiera mi culo me cabe en la silla. El culo que no tengo. Ayer entró Javier en mi cuarto y me vió semidesnudo tirado en la cama. Qué barbaridad, dijo, se te cuentan las costillas. Están todas? Pregunté. Estás demasiado delgado, insistió. Bueno menos mal que me queda algo en la cara y voy dando el pego, le dije. Pero pensé, y eso que no me vio el trasero. Ya no tengo, es un pliegue al final de la espalda. He adelgazado más, como corresponde, pero todavía soy capaz de sujetarme los pantalones con el cinturón sin hacerle un nuevo agujero. Pero es que aquí hay muy pocas cosas que comer Solo hay patatas y dos o tres verduras, zanahorias, harroz y harina. No hay pescado y la carne suele ser muy dura. La cosa está mal, tan mal, que cuando tengo hambre lo lamento.
Hoy mismo comimos en el que puede ser el mejor restaurante de Dire Dawa para un europeo. Éramos cuatro y pedimos dos ensaladas de bonito, un plato de verduras con pasta y otro de verduras con arroz. No había pescado, no había nada de postre. El precio fue de 120 birr, al cambio 6 euros. Pero yo me comí todo el pan que pude para quitarme el picor que me produjo la ensalada y eso que le había quitado todo los pimientos. Al final tuve que intercambiarla con Javier por el de verduras con arroz. El picante es el recurso para disimular la calidad de los alimentos que aquí hace juego con la de los materiales, de ruina. Y se lo echan a todo.
Al salir del cíber decidí hacer copias en papel de las fotos de algunos vecinos. En la tienda en que me las imprimen me han subido el precio un 50%. Les dije que esta vez era una foto menos que la anterior pero el precio era un 50% mas caro. Lo arreglaron diciendo que la vez anterior se habían equivocado. En diez minutos dijeron que me las daban. Calculé que tardarían una hora y me fui a dar una vuelta y a tomar algo al Elga 2 en donde comencé a escribir esta crónica.
Estaba solo en el interior del café y la cajera, que se debía de aburrir, vino a leerme por encima del hombro. Ante tanta confianza le propuse hacerle unas fotos. Se intimidó y corrió a refugiarse en una mesa con las manos en la cara. Ante el jaleo salió la cocinera y a ella le pareció bien que la retratara en la cocina, lo hice. Se sumó el camarero de la terraza y le hice fotos a los dos abrazándose. Cuando se acabó la fiesta volví a escribir algo. Pero en dos minutos la cocinera ya había acabado el turno y vino con su ropa de calle a que le siguiera haciendo fotos. Le hice un montón. Le gustó tanto que no dejó de sobarme y apretarme. Pero el olor de su vida hizo imposible cualquier encantamiento. Llegada la hora me fui a por las fotos de camino a Zeido donde se toman los bajajs para Corner, el centro de Dire Wara. Ya os lo deberíais de tener sabido.
Subiendo la cuesta del mercado, dos jóvenes, que iban en una moto-taxi de las pequeñas, se pararon a mi altura y me invitaron a subirme. Les dije que no y les agradecí la invitación. Pero insistieron y acabé con ellos en el bajaj. Eran jóvenes como los de ahí, con la radio a todo volumen y palmeteando todo el tiempo todo el taxi al ritmo de la música. No me dieron tiempo a lamentarme de haberme subido, pararon a los cien metros, me habían llevado a un bar donde había estado haciendo fotos a un par de pandillas. A ellos los había retratado. Les di las gracias por haberme llevado gratis esos cien metros y me fui a coger un bajaj de los grandes, de los que se comparten y te llevan al centro por tan solo 2 birr.
Fui el primero en ocupar plaza y el motero-taxista empezó a gritar, Corner, Corner, Corne… subieron una señora y su hija. La señora se fue delante. El conductor les gastó la broma de que les iba a hacer una foto. La mujer me amenazó y la chica se rió intimidada. Le hice una foto al chófer y la mujer empezó a maldecirme en amaharico. Le sonreí y se fue tranquilizando. El chofer volvió a publicitar su destino y entró un hombre mayor, un poco mas que yo, y se sentó en el medio. Pasaron dos minutos y como no entraba nadie nos fuimos con un asiento vacío. Mejor así, el asiento trasero de un motocarro da para tres culos. Se meten cuatro porque generalmente el último solo apoya en el borde del asiento. Pero hoy íbamos justos, quizá quedase para medio muslo. Después de mil traqueteos y de veinte invitaciones del conductor para que alguien ocupara el poco sitio que quedaba, subió una mujer. La nueva pasajera vino a posar su culo blando en el estrecho hueco que quedaba entre el otro hombre y yo. Era una mujer guapa y joven, con el pelo limpio bajo un largo pañuelo de color crema y olía muy bien. Qué regalo! Pensé. Pero pronto me sentí incómodo por el contacto carnal y aquel olor tan agradable. Pude haberlo disfrutado pero me sentía violento. Estaba en Etiopía, a cuatrocientos kilómetros al este de Addis Ababa, en la región de somalialand, en Dire Wara, haciendo el camino en Bajaj del barrio del Zeido al del Corner, en el centro de la ciudad, con una temperatura de 30 grados, un día radiante de sol, y no se me ocurrió otra cosa que pedirle disculpas a la mujer que tan agradablemente soliviantaba mis sentidos y arrastrar mi trasero hasta el borde del asiento, dejando que sus carnes se desparramaran por el sitio que yo había ocupado, a la vez que al echarme hacia delante mi nariz se situaba a una pulgada del cogote del taxista que en un instante hizo justicia con su exsudoración pestilente. Maldije la educación burguesa que me habían dado, y pensé que acabaría condenándome a la tristeza. No disfruto una, me dije.
Habíamos quedado a comer Kayumi, Javier, su jefe de la ONG y yo en un restaurante que ellos tienen como el mejor de Dire Wara. Por un momento tuve esperanzas de que iba a comer bien. Comimos en la calle acompañados de dos gatos escuálidos y grises que se peleaban por las migajas que caían de la mesa. Al irnos, antes de subirnos al coche, yo aproveché para hacerle fotos a un camión viejo que estaba allí aparcado, al lado del mejor restaurante de Dire Wara y enfrente a un cercado hecho con botellas de agua. Nos íbamos al Salam Hotel a tomar café porque allí hay una wifi que funciona como en España, o casi. Y yo tenía que terminar de subir el blog.
Tomamos café, se marcharon todos y estando solo acabé el blog y me puse a hablar con España por whatsap y facetime, que sale gratis. Y en seguida volvieron Javier y Kayumi con sus ordenatas para navegar por internet. Todo normal hasta que una mujer somalí que estaba sentada en unos sofás de enfrente empezó a hablar con nosotros. No sabía mucho inglés pero parecía estar lo suficientemente aburrida como para esforzarse y preguntarnos de dónde éramos, qué relación teníamos entre nosotros y, más concretamente, con quién estaba relacionada la mujer. Si conmigo o con el chico joven que estaba a mi izquierda. Cada pregunta iba separada de un largo paréntesis en el que nosotros hablábamos de nuestras cosas y de lo que íbamos encontrando en la red. A mi me pareció una mujer guapa, algo llenita, educada y muy despierta, cubierta con chal marrón que no sabría decir si era discreto, aburrido o elegante, con el que se tapaba un pañuelo negro que le ocultaba, muy ajustadito, lo que imagine que sería una espléndida melena negra. Kayumi no le hizo caso en ningún momento y Javier trató siempre de desentenderse de ella. Y yo no, a mi me pareció que podía hacerle unas fotos preciosas, que iba a dar muy bien en cámara. Así que me levanté y me fui a sentar con ella. Andaría en los cuarenta, quizá algo menos, si pensamos en la velocidad de envejecimiento de las etíopes y somalíes. Cuando Javier se dio cuenta que me levantaba ya empezó a protestar. No te acerques, no te acerques, me dijo. Pero la mujer que se había dado cuenta de mis intenciones ya me sonreía. Así que desobedecí a Javier y me fui a sentar a su lado. Eres un loco, le oía, nos vas a meter en un lío y mas a ella, como venga el marido tenemos un jaleo, vuelve. Eres un provocador, no se te puede sacar de casa. Para colmo la invité a tomar algo a la vez que le proponía hacerle unas fotos. Javier ya veía necesaria la intervención de las fuerzas de la ONU. Pero la mujer que me acaba de decir que yo no le parecía mayor, empezó a sonreir mirando a la cámara. Mientras, Javier seguía descalificándome y anunciando los riesgos que corríamos tanto ella como yo. Así que no tuve más remedio que preguntarle por su marido, si estaba trabajando o arriba en la habitación y me dijo que estaba en una ciudad lejana, muy cerquita de Somalia y que ella lo que necesitaba eran doscientos birr para irse a casa. Le enseñé las fotos que le había hecho y le dije que salía muy guapa. Pero me sorprendió que no salía retratada con la sonrisa que le había visto. Incluso me pareció triste. Le pedí al camarero que le sirviera una fanta de naranja que era lo que ella quería y me fui con Javier que seguía anunciando el fin del mundo. Cuando estaba sentado, pensando en los doscientos birr, la mujer se dejó caer el chal, en un gesto increíblemente sensual, y vi como tenía el pelo recogido con un pañuelo negro que le quedaba muy bien. Debí de atreverme a retratarla así. Fue una pena, porque me hubiera justificado el darle los doscientos birr que requería por el trabajo que andaba buscando. Pero si volvía a levantarme Javier me hubiera matado. Cuando vió que pedíamos la cuenta desapareció. Por supuesto que no voy a publicar su foto aunque alguna de las que salen hoy en el blog pudiera confundirse por la descripción que hice de ella. Pero como se dice en las novelas, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Por la noche nos fuimos a despedir el año con otros cooperantes de procedencias muy distintas y nos bebimos mil cervezas y tres seven up. Fue una despedida extraña, porque al 2012, al que decíamos adiós, todavía le faltan siete años para llegar a Etiopía.