Yo no soy ni aficionado naturalista, los babuinos me importaron un pito comparado con el entusiasmo mostrado por Javier. Prefiero las personas, los árboles, el paisaje. Justo antes de llegar al lugar donde estaban los bebuinos de cháchara, nos encontramos a un viejo subido a una acacia cortando ramas para hacer leña. Esa imagen me pareció mil veces mas interesante que la de los babuinos espulgándose. Si aquel hombre se caía del árbol, a su edad y con el servicio de salud de este país, era hombre muerto. Y allí estaba, jugándose la vida por unas ramas que aun tendría que convertir en leños, cargarlos después en una reata de asnos, y caminar treinta kilómetros para tratar de, por todo eso, conseguir algunos birr en Gondar.
No me quejo en absoluto del viaje, me pareció maravilloso. Como todo lo de aquí para un “forenyi”, como nos llaman a los forasteros, que tenga una mínima capacidad de asombro.
Quedamos a las ocho de la mañana en la puerta del hotel. En los cinco minutos de espera le robé unas fotos aun grupo de mujeres y niños. Me quedé con sus pies de pobres, con los pies de las largas caminatas. Que no hay lugar a donde vayas en Etiopía que no te encuentres a personas andando. Hoy mismo, en las preciosas montañas que visitamos, nos encontramos con gente que volvía a sus casas caminando. No sabíamos cuando habían salido de ellas ni a donde habían ido, pero todavía le quedaban, a la diez de la mañana, diez o quince kilómetros para llegar a su poblado.
El guía que nos había encontrado el día anterior ante la misma puerta del hotel y nos había convencido de que valía la pena ir a visitar a los babuinos y a mirar las montañas, estaba a la hora convenida acompañado de otro hombre que era el dueño del coche en el que íbamos a hacer la excursión. Menudo rollo que os suelto para deciros que el guía estaba a la hora convenida con un chofer y un coche ante la puerta del hotel. Ah! Pero no os hubiera dicho que fue él quien nos ligó para llevarnos de viaje. Convenció a Javier, que siempre le gustaron los animales, de que el viaje valía la pena. Y Javier me lo dijo a mi, que enseguida le dije que si, porque aquí cualquier salida tiene interés.
El coche era un Toyota Corolla que en las cuestas no pasaba de treinta e íbamos a las montañas. Pero mejor así. A la salida del pueblo, por estar en ampliación la carretera, trataron de obligarnos a ir por una carretera secundaria. En ese punto del desvio estaba el caos. Camiones, burros, autobuses, carritos de un caballo, coches, bajajs y hasta una bicicleta, además de decenas de personas. Parecían estar jugando todos a las cuatro esquinas. Un cristo! El chófer, primero metió el morro del Toyota, pero había un niño con una bandera que le indicó desde lejos que no, que por allí él no. Viramos entonces hacia la secundaria, con temor. Porque ya sabemos como son las secundarias en Etiopía. De tierra y sin mantenimiento. Pero, de repente, alguien miró a alguien, y el Toyota cambió de rumbo y enfiló hacia la carretera que estaba en ampliación. Un niño de diez años se nos puso chulo y dijo que no. Pero alguien debió de hacer una seña y ese niño y el de la bandera sacaron del camino las piedras grandes que habían puesto. Y pasamos.
Ahí estaban las fotos del día. Una máquina haciendo zanjas y el traslado de las piedras y la tierra haciéndose a mano. Impresionante. Lástima que las fotos las tuve que hacer con el coche en marcha y através del parabrisas del Toyota. Y ya sabemos lo poco que llueve en estas tierras. Como para lavar un coche.
No sé los kilómetros que hicimos por la carreta en obras, pero fue un viaje doloroso. En realidad no sé exactamente los kilómetros que anduvimos por carretera ni por las montañas. A la salida miré de reojo el cuanta kilómetros del coche y marcaba lo mismo al final del viaje. Después del trecho en obras empezó a cambiar el paisaje. Me gusta Etiopía. Esta región es muy diferente a la de somaliland, donde está Dire Dawa, no es la sabana o si lo es también, no es tan seca, tan árida. Hasta el punto de la carretera donde nos paramos para empezar la caminata por las montañas, el paisaje no varió respecto al de la carretera de Bahir Dar a Gondar. Seguía siendo un mundo rural dedicado a la ganadería. Amplios pastos hoy a hierba seca, ya segada y recogida en pajares. El Toyota se paró en una aldea, como cualquiera de las que habíamos visto en el camino, unas casuchas de barrotillo, con muchas mujeres y niños.
Bajamos del coche y el guía saludó a un chico que nos salió al paso. Salam no, salaam no, Salam no (Así es como lo digo yo, no me pidáis que lo escriba o que acierte como se escribe) Nos saludamos y empezamos a andar. El chico nuevo, el del poblado que iba a hacernos de guía, me ofreció su cayado. Una vara fuerte. Le di las gracias, ama salaqui no (lo mismo de antes) pero la rechacé. Yo hago fotos.
No había camino, fuimos campo através. Y pude comprobar que los etíopes no han retirado nunca, en toda su historia, una piedra del camino, ni de los campos. Y si retiraron alguna, alguien fue enseguida y puso otra. Es difícil encontrar un prado. Mucha de la hierba seca que ahora vemos en pajares crece en estos campos semiempedrados. Fue molesto tener que ir caminando todo el tiempo mirando donde pones los pies. Pero fue peor a la vuelta porque el camino corría al lado de un pequeño precipicio.
Y mientras caminábamos yo iba retratando el camino para que pudierais ver como es esto. Precioso, pero muy duro. Poco antes de llegar a los babuinos, Javier me pidió la cámara y fue él quien me retrató a mi caminando y al hombre que cortaba ramas encima de una acacia.
De los babuinos ya os lo dije casi todo, me importan un pito. Pero me gustó fotografiarlos aunque las fotos no valen mucho. Me había olvidado el zoom. Peor aun, nunca pensé en traerlo. Me lo dijo el guía, acércate muy despacio. Y logré colocarme, a los quince minutos, a tan solo siete u ocho metros de ellos. El guía nos contó la historia de que los babuinos distinguen perfectamente al hombre blanco del negro. El blanco no les hace nada, les trata con respeto. El negro le tira piedras y trata de matarlo para que no le destroce las cosechas. Ahora ya no, que lo prohíbe la ley y por eso anda un hombre armado vigilando estas tierras. Pero hasta ahora era así. Quizá estos babuinos pequeños acaben comiendo en la mano, pero los grandes son peligrosos, no os podeis fiar de ellos.
A media sesión fotográfica con los babuinos apareció el hombre armado. Si lo mirais bien, parece de fiar. Javier y yo le quitamos el fusil y nos hicimos las fotos a su lado. Y, al menos yo, hubiéra hecho disparos al aire, pero juraríamos que estaba descargado. Por un momento parecía que nos habíamos levantado en armas contra la pobreza. Durante un instante al verme en las montañas, en África y con un fusil en la mano, me di cuenta de cómo ha corrido el tiempo, y de cómo ha ido transcurriendo la vida y se ha ido escribiendo la historia, una historia que probablemente no absolverá aquellos que fueron nuestros héroes..
Lo más impresionante de la colonia de babuinos de pecho rojo es el paisaje en el que habitan. Increíble. Y que esta cámara y este fotógrafo no fue capaz de recoger. Cuando estaba fotografiando a los babuinos, cada tres pasos que me acercaba yo ellos reculaban uno. Y fui despacio, por miedo a que se escaparan y dejáramos de verlos. Pero cuando ascendimos la montaña, viendo desde arriba el lugar donde estaba la colonia, pude comprobar que de seguir aproximándome hubiéramos tenido un problema, porque detrás de las hierbas del fondo había un precipicio de unos cien o doscientos metros.
En la ascensión fuimos bordeando el precipicio y ya Javier había tomado la cámara pues yo tengo vértigo y bastante hice con sujetar el temblor de mis piernas y el terror al vacio. No sé como se dice vértigo en amaharico, pero hoy no lo quise aprender. Una vez, tuve que subir a la torre de telecomunicaciones que hay en en Oporto, que mide trescientos metros de altura (tratándose de metros portugueses igual son 175, pero siempre una barbaridad). Yo acompañaba a un técnico portugués, porque tratábamos de averiguar el origen de unas interferencias que causaba Localia en una casa de la raya portuguesa y por la que nos habían impuesto una multa de diez millones de pesetas. Una locura. Y a tal locura pues tal aventura. Y allí estaba yo ascendiendo a 300 metros de altura en un ascensor por el interior de un tubo. Al llegar arriba, para ir del ascensor a la plataforma circular que estaba a unos diez metros de distancia, había que ir por un pasillo de unos dos metros de ancho y con el suelo de rejilla y unas barandillas de protección, como si aquello tuviera un metro de altura. Yo miré al suelo y vi unas luces allá muy al fondo y me lo pensé dos veces antes de salir del ascensor, pero crucé. Para colmo la plataforma circular donde estaban todas las conexiones de tv del norte de Portugal tenía las paredes exteriores de cristal e inclinados de manera que podías, sin peligro, asomarte y ver lo que había debajo de tus pies. Era como ir en un avión. Veíamos el mar y todo de tamaño muy reducido. Yo me asomé un segundo, mas por cumplir que por placer, pero como el técnico portuguçes insistía tuve que confesarle que yo tenía vértigo, que me era imposible asomarme., Vértigo,? Dijo y añadió, mais vose o que ten é medo. Ah!, le dije yo, no sabía que se decía así en portugués.
Las vistas eran impresionantes y en ellas, de nuevo, la anécdota, allá abajo, tan abajo que era difícil localizarlos, un grupo de campesinos etíopes caminaba de vuelta a su casa. y por lo que nos parecía tenían todavía dos o tres horas de camino. Fue allí en la cúspide de esa montaña cuando el guía decidió que era el momento del picnic y abrió las botellas de agua y nos pasó los bocadillos. Nosotros no quisimos pero el guarda y los guías se los comieron.
Volvimos por otro camino a la carretera y de nuevo el vértigo. No me podía creer que unos burros, tres mujeres, un niño y un anciano hubieran pasado por allí cargados como iban. Y si resbalan? No era muy alto, pero el final de la caída estaba por lo menos a cincuenta metros. Yo iba tan extremadamente apartado del borde que el guarda del fusil no hacía mas que echarme la mano para que no me cayera, pues debía de pensar que era peor por donde yo iba.
Ya en la carretera, mientras esperábamos que el conductor del Toyota apareciera, yo me dediqué a hacerle fotos a todos los vecinos que se acercaron y a los otros.
Volvimos a nuestra velocidad de crucero, 30 km. por hora, a pesar de que ahora íbamos cuesta abajo. Y antes de llegar a las obras de ampliación nos paramos en una aldea judía en la que nos saludaba un letrero en inglés dándonos la bienvenida. Allí, en todas las chozas se vendían recuerdos con la estrella de David o con una concha de mar, no me preguntéis por qué la alternativa. Y allí me compré un collar que le regalé a un niño que nos vino a despedir al coche.
Entre las veinte viviendas del poblado, entre chozas y casas, había una sinagoga que nos apuramos a visitar. Quedaba con la estrella en la cúspide del tejado y con la estrella por el interior, en el punto donde unen las vigas que sujetan el tejado. Veréis la foto, una palloza más,
No se a quien se le ocurrió si al guía o a Javier, pero acabamos tomando café en la casa de la señora que tenía la llave de la sinagoga, la que nos había cobrado 20 birr por abrir la puerta, porque dentro no había nada que ver, estaba vacia. En la casucha habitaba la miseria pero había televisión, creo que en blanco y negro, pero no era muy diferente de algunas de las casas de aldea que yo conocía a finales de los sesenta en Galicia. En donde además la bosta de vaca estaba por todas partes.
Cuando nos íbamos Javier me preguntó si le pasaría algo por haberse atrevido a tomar aquel café. Le dije que no. Yo pensaba que por atreverse no, lo malo era por el café. Pero como es tan preocupado por esto de los males y las enfermedades cambié de tema. Y en seguida nos metimos en las obras de la carretera en la que tanta gente seguía trabajando como hace mil años.
La excursión de la mañana todavía nos dejó tiempo para dar una vuelta en Gondar antes de irnos a comer a la terraza del hotel. Hoy comimos bien, yo por si acaso volví a pedir el mismo pescado y Javier apostó por una carne empanada. De postre había lo mismo que ayer, plátano y tortitas con miel. Pasamos.
Por la tarde nos fuimos a visitar la iglesia de Debre Berhan Selassie que alberga uno de los trabajos artesanales de pintura eclesiástica mural mas importantes del país. Llaman la atención los 104 querubines con que está decorado el techo, que siendo todos diferentes, todos tienen, sin embargo, la misma sonrisa.
La iglesia está rodeada de un pequeño parque y todo el recinto está protegido por una muralla en la que fueron construidas doce torres que representan a los doce apóstoles. Y la entrada, o torre principal, representa a Jesucrísto. Tanto la iglesia como el parque que la rodea padece el mal que viene sufriendo todo el país, la falta de recursos. La pobreza es patente en la ausencia del mínimo trabajo de conservación, a pesar de que cobran a los visitantes 50 birr, unos 2 euros, pero que aquí es una cantidad importante como precio de entrada a un monumento.
Mañana nos volvemos a Bahir Dar otra vez en furgoneta. Hay un autobús de corte europeo, en el que, al parecer, solo viaja una persona por asiento, pero sale a las cinco de la mañana y eso, incluso, para aquí resulta un pelín temprano. Aunque yo me estoy levantando a las cuatro y media. Hoy me equivoqué y estaba en pié a las tres y media; pero volví a acostarme. Para mañana tenemos las cataratas del Nilo, a las que Javier pretende que desde Bahir vayamos en autobús, que es mucho mas barato. Y mas entretenido. Os contaré.