A las 4.39 de la madrugada estábamos retomando el camino en los jardines de Vila Franca de Xira que están al borde del Tejo. Todavía había una pandilla de esa edad en que se es solo futuro, a la que le estaba pillando el alba arreglando el mundo o contándose lo que iban a hacer en la vida.
Pasado el parque las flechas nos hicieron girar a la derecha y el camino empezó a discurrir fuera de las luces del pueblo. El bombero y yo encendimos las linternas que llevábamos como mineros encima de las gorras y nos despedimos. Nos vemos en el primer bar que esté abierto.
Me perdí. A las cinco de la madrugada me perdí. El camino llevaba ya un par de kilómetros por entre cañaverales y prados abandonados en los que crecía de vez en cuando una nave industrial o una fábrica. A esas horas todo me parecía como abandonado, como estaba el campo. La pista doblaba al llegar a la puerta de una central eléctrica pero no encontré ninguna flecha que indicara un cambio de dirección así que seguí en línea recta. Me salvó el bombero que vio la luz de mi linterna por entre la maleza y me llamó al móvil. No hubiera escuchado el timbre sino fuera porque ya tenía el móvil en la mano para llamarle. El camino que había elegido hacía tiempo que nadie lo había pisado, las hierbas se lo estaban comiendo y mis dudas ya me habían detenido.
Volví atrás a recuperar el camino y seguí la marcha con destino a la estación de Carregado por donde debíamos de cruzar las vías del tren. No había luz, ni siquiera rayaba el alba en el horizonte. Era de noche cerrada y caminar iluminado por la luz oscilante de una linterna no es nada atractivo, pero teníamos miedo de no aguantar los 33 kilómetros que nos habíamos fijado para hoy cuando el termómetro anunciaba los 28 grados para las cuatro de la tarde. Cambiamos el final de etapa en Azambuja (de 20km) por Valada (33km) porque así nos queda una etapa de solo 20 kilómetros para mañana, porque los 16 km antes de llegar a Santarem no tienen ni un bar, ni una casa, ni una sombra y además, los 3 últimos son cuesta arriba. Y con 28 grados era mejor acabar en un pueblo con playa, como Velada, aunque la playa sea en las turbias aguas del tejo.
Cuando pasábamos por la desangelada estación de Castañeira do Ribatejo empezaba abrirse una raya de luz en el horizonte, un horizonte en el que se adivinaba como recortada en negro una central eléctrica que parecía nuclear ¿?. La central me mantuvo entretenido intentando hacerle una foto que valiera la pena. Todavía no las vi, pero debí de hacerle unas cincuenta
Muy cerquita de la central, cuando las flechas nos indicaban que torciéramos a la derecha en dirección a la estación de Carregado, tropeceé con la Sociedade de Vinhos Victor Matos II. No me hubiera fijado en este galpón inmenso que ocupa como unos cien metros en una calle sin salida que termina en la vía del tren, sino fuera que bajo el alero de esta larguísima nave se han instalado un centenar de parejas de golondrinas. Me gustan las golondrinas y las echo de menos. Después de muchos años sin verlas, hace dos me encontré con una pareja que criaba en el alero interior de una casa de Ribadumia. Hablé con el dueño y me dijo que las iba a echar porque le manchaban todo. Le dije que eran señal de buena suerte y de fortuba, pero no sé si me habrá hecho caso. no soy muy convincente mintiendo.
En Carregado todavía no había abierto el snack-bar de Priscila y el Club de los genios también estaba cerrado. Una pena lo del Club, posiblemente no me hubieran dejado entrar, por no dar la talla, pero me hubiera gustado detenerme. Es la primera vez que me encuentro con un club de este tipo y una siente fascinación por los genios aunque los imagino extravagantes e insoportables despotricando permanentemente contra un club tan idiota como el suyo. alguien podrá pensar que era un pub, pero eso no tendría gracia ninguna.
Poco después, las flechas obligan al caminante a cruzar el rio Grande da Pipa que es el que refresca la central, imagino, y que está tan presuntamente (ignoro si es así o es turbio por naturaleza) sucio como todos los vistos desde que salí de Lisboa. Desde el puente, al volver la vista atrás vi a un pelotón de mujeres enchalecadas de amarillo siguiendo mis huellas. Les dije adiós con la mano y me devolvieron el saludo. Pensé que serían trabajadoras de alguna fábrica de Carregado. Pero no. Al poco tiempo las vi que venían siguiéndome, imaginé entonces que serían de la central eléctrica. Pero tampoco, pues pasaron de largo de su puerta de entrada. Supuse entonces que serían un grupo de amigas que habían decidido hacer deporte a primera hora de la mañana y que precisamente, estaban en eso ahora.
Me siguieron hasta el mismísimo primer bar que encontré abierto, entrando en Vila Nova da Rahiña, a la derecha: Café Cervejaria O Sonho. En la puerta me di la vuelta para despedirme y me dijeron que ellas también se detenían en él. “Nós tamén queremos un café”, me dijo la rubia y fuerte, la única que no llevaba chaleco amarillo y también la única que llevaba un bordón en el que sujetaba una virgen de Fátima, un niño Jesús y una cruz diminuta.
Eran seis y habían decidido ir en peregrinación a Fátima. Los cien kilómetros que separan Carregado de Iría los tenían pensado andar en tres días. Esta noche iban a dormir en Santarem. Pero está a cincuenta kilómetros, les advertí como si no supiera que ellas ya lo tenían todo muy medido. Les dije que cincuenta kilómetros en una jornada era una barbaridad. Y todas me dijeron que no muy convencidas. Según dijeron estaban muy acostumbradas a andar. Todas menos una, que me pareció que le asustaba el reto.
En O Sonho había ambiente a pesar de ser las siete y media. Además del bombero y yo, vestidos de excursionistas peregrinos, había un grupo de mujeres del lugar que se tomaban en tertulia el primer cafecito de la mañana, las peregrinas ocupaban varias mesas y no paraban de sucederse en el servicio, también pasaban hombres por la barra a tomarse algo, saludando con familiaridad al que les servía, un hombre mal encarado, al quién, me pareció, que no le gustó nada que le pidiera que las tostadas me las hiciera con pan-pan y no con el de molde y que en vez de ponerle queso o jamón cocido le echara aceite. Menos mal que cuando armé el lio con el café, ya me estaba atendiendo su mujer que le sucedió para atenderme. Ella tampoco parecía contenta; pero al menos no amenazaba una bronca.
Al final le pedí la cuenta para las tostadas con aceite un café descafeinado, un agua y un pastel de Belem. Perdón, una nata. Me cobraron 3,60.
Volví a perderme en el camino de Vila Nova da Rainha a Azambuja. Había señales.Yo creo que insuficientes pero dejémoslo en que las mal entendí. Siguiendo las instrucciones de la guía que me había comprado seguí la carretera general a Azambujaa que discurre por el medio de un parque empresarial. A cien metros de la entrada en el pueblo, al no ver señal alguna, llamé al bombero ¿qué mejor socorrista? y ahí me enteré que la guía con la que yo me orientaba no estaba al día. En su edición todavía no existía el camino actual de Vila Nova da Rainha a A zambuja, el que va paralelo a la vía del tren. Que es el que sustituye al que va por la carretera general, un verdadero martirio por ruidoso y peligroso.
En Azambuja recupere´el camino oficial y siguiéndolo atravesé el pueblo, le hice fotos a un par de casas, a la plaza de la iglesia, tan blanca y tan diferente del entorno, al cuartel de bomberos voluntarios y a un par de calles. Me detuve en la única frutería que vi a comprarme unos kiwis y en donde la frutera, una señora mayor, incluso muy mayor para mi, me preguntó por el destino de mi camino. Voy a Santiago, le dije, pero le comenté que creía que era coincidente con el de Fátima. “Si, si , me dijo, pero ahora lo han metido por el campo cuando, que yo recuerde, siempre hemos ido por la carretera. Y lo han metido –siguió diciendo- por unos sitios tan solitarios en que puede aparecer una mala persona y darle un susto”. Pero ahora ya no hay malas personas, le dije con la intención de prolongar la broma con algo ingenioso que todavía no se me había ocurrido, cuando la mujer, cogiéndome las manos, me miró con tanta dulzura como ingenuidad debía suponerme. Me gustó que le pareciera tan maravilloso por un momento, razón por la que no seguí con la broma que se me había ocurrido, muy mala, por cierto. Y me gustó y no porque creyera que yo era un ángel sino porque disfruté viéndola tan encantada de haber encontrado por un momento a un hombre bueno. Me sentí como Franz Capra debió de sentirse cuando vio la reacción de los primeros espectadores de Qué bello es vivir. (aquella de James Stewart que ponían siempre en Navidad).
En Azambuja me reuní con el bombero en el último bar del pueblo uno que hay en el mismísimo camino antes de llegar a la estación. Él apaga su sed y su apettito a base de cervezas yo, soy más primitivo, me atiborro de pasteles y bocatas, zumos de pera y botellines de agua. El precio en estos pueblos de Portugal permite económicamente todos los excesos. Un café 60 cts de euro.
Habíamos quedado que en Azambuja, allí decidiríamos, de manera independiente, que iba a hacer cada uno con la etapa, alargarla a los 33km o dejarla en los 20 y darla por terminada. Los dos decidimos reducir la de mañana a 20 y convertir la de hoy en 33. Dormiríamos en Varada.
Los últimos 13 kilómetros fueron duros, ni una sombra ni mucha variación en el paisaje. Los primeros kilómetros por entre extensiones lisas y grandes de tierra en las que se estaba realizando la plantación, me pareció, que de tomates y la segunda parte por la carretera de Azambuja a Cartaxo y Varada. Una carreta como la pista de morrillo por la que había caminado, fluía por entre grandes extensiones de pocos terratenientes en las que gavillas de jornaleros plantaban con ayuda de una máquina miles y miles de tomateras.
Variaciones pocas en las fotos. A pesar de que era la primera vez que me sentía realmente en el campo. Hasta ahora, desde Lisboa, el campo era un solar de arrabaldo en donde la naturaleza estaba moribunda. Hoy no. Era un campo en el que la naturaleza solo estaba libre por los bordes de las plantaciones, en las riberas de las acequias que hacían de cierre a las grandes fincas en cuyas entradas se advertían que estaban vigiladas por alarmas de compañías especializadas en anti robos.
En una de esas quintas le quise hacer una foto a una furgoneta que entraba cargada en la caja trasera con un grupo de trabajadores negros y fue uno de ellos quien me pidió que no lo hiciera. Me imaginaba en su lugar y a pesar de la dureza del asfalto, de recalentón en los pies, de llevar la camiseta empapada pegada al cuerpo arrastrando doce kilos a la espalda me sentí maravillosamente bien comparado con ellos. El contrapunto lo encontré, como dos kilómetros antes de llegar a Reguengo, al pasar por la puerta de la Quinta de Alqueidao, un grupo de ciclistas también peregrinaban a Santiago, comían sentados en el suelo a la sombra de un gran árbol, delante de lo que parecía la iglesia de la quinta, aunque no creo que lo fuera, y tan solo a unos cien metros de un hangar en el que estaban aparcadas seis avionetas y un ultraligero. Busque la pista de aterrizaje y me sorprendió que no era más que un tira de tierra de unos trescientos metros de largo por apenas 12 o 15 de ancho. O quizá menos.
Me quedó la duda de si sería el aeroclub de Azambuja, o un hanagr privado o el de una empresa de fumigación. Cuesta aceptar tanta desigualdad en una misma quinta. Más adelante me sorprendió un cartel que decía “Arréndanse almacens fechados e cobertos, cámara frigorífica e aposentos para os traballadores”. Solo me chocó. No tienen por qué estar mal.
Poco después de pasar por delante de la Quinta de Alqueidao, iba pensando en tirarme a la sombra de un arbusto que caía sobre la carretera cuando me encontré al bombero tirado allí tratando de recuperarse un poco en aquella sombra. Mira quién va allí me dijo, señalando a un peregrino que marchaba cien metros por delante. Era el canadiense que había compartido habitación con nosotros en Vila Franca de Xira. “Se levantó a las siete, dos horas más tarde que nosotros y va a llegar antes”, me djo el bombero. Es más joven, le respondí para consolarlo. “Ya, ya” dijo, si a mi no me amedrenta como tampoco me afecta que tu siendo más viejo andes más aprisa y tengas más aguante que yo”. Ya, ya, le dije y dejé ahí la cosa. Más tarde, caminando a la espalda del canadiense, me dijo: “Es que lleva una mochila muy pequeña”. Y era verdad, su mochila pesa la mitad o menos que la nuestra.
Volvieron a superarnos los ciclistas y entramos en Reguengo, yo muy por detrás del canadiense y del catalán porque me había quedado haciendo fotos. Y seguí haciéndolas. Hacia la mitad del pueblo, bajo dos sombrillas del único bar estaban mis compañeros de habitación cada uno en una mesa. Me detuve pero lamentando el hacerlo porque nos quedaban tan solo 2,2 kilómetros y me dolía pensar lo que nos iba a costar esa distancia. Pero me senté y pedí una coca zero y un bocata de jamón. Temiendo perder el apetito y dejar de disfrutar de una buena comida le pasé al canadiense la mitad de mi bocata.
Entramos en Valada. Todavía no tuve tiempo de echarle una ojeada al pueblo, pero por lo que he visto, el pueblo mira al rio, aunque un murallón, posiblemente para evitar las riadas le ha quitado las vistas. Al otro lado, en la ribera, se ha organizado un parking al lado de un bar, una casa de madera, que está justo delante de la playa donde está todo el mundo. Alli tenemos que ir a coger las llaves. Los tres vamos juntos a la casa y nos repartimos las habitaciones. Hay todavía cuatro plazas más pero están en el bajo cubierta en una habitación abierta. Me ducho, lavo la ropa, la pongo a secar y me voy a comer. No hay nada que me guste. Me decido por una salada de huevas, una croqueta de bacalao, unos camarones como gambas a 0,40 cts cada uno, un poco de queso y una coca zero, un agua y un 7 up, 18 euros. Han subido los precios. Es que estamos en la playa.