Después de haber seguido durante tantas ocasiones la Via Romana XIX, qué menos que dormir en Iria Flavia, y no en Padrón, como hubiera hecho Cayo Antistio Veto en sus viajes a Braga y Mérida. Y aquí estoy en el Scala, que si no romano, tiene cierto eco Milanés. Me han dado una habitación en el último piso y con una velux en el techo, igualito que en el Balneario Dávila de Caldas de Reis. Espero que no me pase lo de a noche, en que el calor me hizo tener una horrible pesadilla. Soñé que planificando la etapa del día siguiente me había olvidado de dos señales importantísimas del camino, dos “padróns” de esos que, como los miliarios romanos señalan la dirección y la distancia. Me despertó el calor y cada vez que trataba de reconciliar el sueño, volvía la obsesión por recordar el lugar exacto de las dos señales. Y como pasa con las pesadillas, que cuesta muchísimo desentenderse de ellas, en dos ocasiones visité el cuarto de baño, abrí y cerré el ventanuco, aspiré aire y lo expiré lentamente, subí y bajé los brazos, me palmeteé la cara y practiqué otras muchas series de exorcismos, hasta que al final, más por cansancio que por convencimiento, me quedé dormido.
La etapa fue fácil y bonita. Lástima de que la mañana estuvo nublada y lloviznó lo justo para asustarme y buscar refugio durante hora y media en el Bar Los Camioneros de Valga. No fue muy larga, una de las más cortas de todo mi camino, 24 km. Si, ya sé que oficialmente desde Caldas a Iria no son más de 21 km. Ya, pero yo anduve 24. Y sino queréis que os lo razone a lo largo de dos folios, dejadlo así.
Caminamos casi todo el tiempo por asfalto, por carreteras secundarias que ni sabía que existían. Pero carreteras muy agradables, en buen estado y poco transitadas, que están jalonadas de prados y bosques en el que crecen mezclados carballos, pinos y eucaliptos. Ay! Los carballos. Qué poco les queda. Crecen despacio y su madera se paga muy poco. En el tiempo que un carballo se hace adulto, se desarrollan cuatro generaciones de eucaliptos o diez. Y el metro cúbico de madera cortada y seca de roble, solo vale diez euros más que la del eucalipto. En el camino celebro como un milagro la existencia de cada carballeira por la que paso. Mis nietos hablarán de ellas como lo hice yo del urogallo en Os Ancares. Las nogueiras y los castaños, casi están más escasos que los dinosaurios.
Fue corta la etapa, sin embargo, hice tres paradas y tan largas que ha sido la ocasión en que más tarde he llegado a destino. En las dos primeras estuve solo. Elegí bares que quedaban fuera del camino y en la tercera coincidí con el caminante Mallorquín con el que ya había coincidido en otras paradas. La primera fue en San Bento da Porta Aberta (imposible olvidarse del nombre). Los dos tuvimos la misma ocurrencia en Padrón, tomarnos una tapa de pulpo. Y coincidimos en una pulpería que se llama Camilo José Cela y que está enfrente del Café Cultural. Es difícil explicar lo que mueve a poner un nombre y no otro. En el camino francés me encontré con un puticlub que se llamaba Galicia. Bueno, lo del puticlub es más razonable.
No fue por desagravio, sino por casualidad pero después de comer acabé junto a la tumba de Camilo José Cela, el Marqués de Iria, ¿no?. Estaba siguiendo el camino después de Padrón, porque en la orilla del camino está mi hotel, y bordeando la iglesia de Iria me llamó la atención, como me había llamado por la mañana en la de Pontecesures, que todas las tumbas tenían flores y en muchas de ellas las flores eran frescas. Suena raro, pero en esta tarde soleada me pareció hermoso el cementerio de Iría. Hice unas fotos y me acerqué a varios sepulcros a confirmar que las calas y los claveles y las rosas eran naturales. Y bajo un alto olivo vi una tumba que me recordó la de Valle-Inclán en Boisaca, un bloque de piedra rectangular y muy grueso; pero siendo este de menores dimensiones y estando la piedra más pulida. Tenía dos ramos de rosas rojas y otro de otras flores menudas de color blanco. Leí el nombre gravado sabiendo lo que iba a poner, Camilo José Cela
Seguí el camino sabiendo que iba a pasar por delante de la casa en la que nació el escritor, pero me olvidé de hacerle la foto, porque el camino pasa bordeando la casa de los Tanis, la antigua fábrica de Lámparas Iria, y haciéndosela a la puerta de la finca se me pasó la casa del escritor que está casi enfrente. Y volví a andar pensando cómo había variado mi opinión sobre CJC a lo largo de mi vida, no como intelectual que le bastarían La Colmena y la edición de Los Papeles de Son Armadans, sino como persona. Al principio me hacían gracia sus incorrecciones, sus exabruptos, y después pasaron a molestarme. Sobre todo cuando supe de sus bromas e indiscreciones que afectaban a terceras personas, a las que humillaba. Y por ahí divago sobre las personas que lideran una sociedad y la opinión que tienen sobre los ciudadanos a los que nos ven como clase de tropa. José María Aznar es una caricatura de los personajes de los que hablo. Emmanuel Macron o Donald Trump, no. Esos son dos de ellos. Pero de esta deriva me salva el final, delante de mi tengo la recepción del hotel y a tres mujeres jóvenes. Ya solo deseo que una me atienda, me dé una llave y pueda subir a darme una ducha.