Última etapa. Me despierto a las seis en la habitación 535 del último piso del Hotel Scala de Iria Flavia. De buena gana me quedaría arrebujadito en esta cama tan amplia; pero me levanto. Le doy la crema a mis pies para evitar ampollas y empezando por los calcetines me voy vistiendo la misma ropa que me puse ayer después de ducharme. Ya vestido me tomo las pastillas de la mañana, esas que mantienen lo más lejos posible el ictus y empiezo a recoger todas las piezas que tengo desperdigadas por la habitación. Los cargadores de baterías, las chanclas, el neceser, la crema, etc, etc.
Salgo sin protector solar. Desde hace unos días no lo encuentro. Lo habré dejado en alguna habitación, como el bastón, como el gel, como algunos dolores y algunas imágenes que ya no recuerdo. Son las seis y media y en la entrada del hotel me cruzo con el camarero que ayer a las nueve de la noche estaba atendiendo la barra de la cafetería del Hotel, trae los periódicos. Me resisto a pedirle uno y le saludo. Buenos días, ¿Ya aquí? Es lo que hay, me responde.
Tan solo unos metros por la Nacional 550 y el camino me desvía por la izquierda, huye del tráfico que en esta carretera es intenso a todas horas. Es la única gratuita que vertebra la Galicia Atlántica, desde hace muchos años una calle urbana.
El camino atraviesa la vega del Sar. Una vega destrozada, como tantas otras en otro tiempo de cultivo hoy semindustrial, semiurbana. Todavía se pueden ver los restos del sistema de regadío que el Estado montó para este productivo valle, en los años cincuenta o sesenta. Desde el primer día se vio que era un mal gasto. Nunca llegó a utilizarse.
Al principio pensé que el camino se acercaría a la orilla del Sar y que por su ribera subiríamos hasta Santiago, pero no. Subimos a Compostela por entre casas unifamiliares, a veces por entre herbales sobre una pista de grava y en otras ocasiones por los caminos de las viejas aldeas de campesinos, a las que les cuesta abandonar la imagen de la miseria de entonces.
El Camino, en esta última etapa, fue modificado para huir de la Nacional 550. Un acierto para lo que se recurrió a fondos de la Unión Europea. Los mayores aciertos están en la elección de aquellos tramos de la ruta que atraviesan zonas boscosas. Sobre todo la que va desde el cruce de a Picaraña, la última vez que se pisa la N-550 hasta la carballeira de Francos. Este tramo te hace olvidar los kilómetros anteriores verdaderamente miserables, salvo excepciones, y en donde no hubo mucho detalle o mucha cabeza ni para las rehabilitaciones. Ahí está uno de los lavaderos. No hay más que ver la foto donde quedan a la vista las vigas de hormigón que sustentan el tejadillo. Quizá para hacer juego con el entorno de ladrillo caravista y uralita.
Ya en Santiago, cuando el camino te da las opciones de ir por Santa Marta o por Conxo, tienes la sensación de que has llegado. Han sido 700 kilómetros en 23 días. Si lo vuelvo a hacer lo haré en 30, te dices. Has venido demasiado aprisa. Pero la alegría de haber llegado no disipa la impresión causada por esta última etapa, de esta entrada. No es que demande los Campos Elíseos para alcanzar el Arco del Triunfo; pero algo menos miserable. Ya sé que la pobreza existe y hay que ponerla de manifiesto; pero no creo que la ciudad deba abrirse a nadie por un lugar descuidado y cutre.
Elijo la opción de Santa Marta, pensando que nos van a llevar por las estrecheces de este barrio, en otro tiempo paupérrimo, pero no, cogemos el tramo urbano de la N-550 y por ahí llegamos a la Alameda, subo al parque, saludo a Méndez Núñez y entro en la Compostela antigua por la Porta Faxeira e inicio el recorrido de las peregrinaciones institucionales. Rua do vilar, Plaza das Platerías y Plaza do Obradoiro.
Me siento un peregrino, un turista en mi ciudad, somos cientos, posiblemente miles. Me cruzo sonrisas y saludos con los otros mochileros y con los que llevan sandalias o chanclas con calcetines. Ese invisible hilo de cordialidad se mantiene. Y echo de menos a las personas con las que coincidí en el camino entre Lisboa y Oporto que hicieron, incluso, atractivo dormir en un albergue.
. Ya en la Plaza do Obradoiro miro a la catedral y añoro el color que el tiempo le había dado, pero no veo que supure por ningún lado las miserias de sus cabildos. Tampoco en el hermoso San Jerome, el antiguo colegio de estudiantes pobres y artistas, se detectan las irregularidades universitarias, ni por el expléndido Pazo de Raxoi hay rastro de corruptela alguna. Solo en la cornisa frontal del Hostal de Los Reyes Católicos una de sus gárgolas amenaza con hacérselo sobre el que entre. Inevitable estos pensamientos después de haber entrado en la ciudad a través de la pobreza más descuidada. Pero me sobrepongo a esta fugaz divagación, no dura más que la milésima parte del tiempo que lleva leerla. Estoy feliz y así me encuentra C. que ha venido a recibirme. Se presenta disminuida y radiante, ha perdido 13 kilos. Has llegado tres días antes, me dice, has acortado en tres etapas el camino; pero se te ve feliz.
La Plaza do Obradoiro está magnífica y abarrotada de gente feliz. Me he equivocado, le digo, debería de haberlo disfrutado diez días más. Pero es verdad, estoy feliz.
