En Zaraquiegui volví a encontrarme con aquellos dos belgas que tenían pinta de curas y que hablaban en valón, que tuve sentados a mi lado y en frente en aquella cena colectiva del refugio de Orissón. Estaba entrando en el pueblo cuando un hombre fornido que hablaba por un móvil, dejó de hacerlo y se puso a mal decir mi nombre a gritos. Ah! Eres tu, le dije en perfecto castellano, sorprendido de que se acordara de mi nombre. Y además, me dio la sensación de que se ponía muy contento al verme. Habla, habla, le dije sonriente y me metí en el interior del único bar que había en Zaraquiegui. Allí estaba el otro párroco o lo que fuera. Solo faltó abrazarnos como si fuéramos sevillanos (En Sevilla te abrazan mucho incluso aquellos que sabes que quieren apuñalarte). La verdad, es que yo también estaba contento de verlos, incluso me sentía dispuesto a verlos todos los días a primera hora. No está mal empezar la jornada sintiéndote tan querido, pensé. Hablamos un rato y pude enterarme de que no habían dormido en Pamplona, ni idea de donde lo hicieron, y que no iban a dormir en Puente La reina, sino unos kilómetros después. También me enteré de que habían alquilado el servicio de transportar mochilas y que iban ligeros como excursionistas. Y recordé que sus mochilas pesaban 15 y 16 kilos cada una. No hablamos más y se despidieron.
Zaraquievi es un pueblo pequeño con una iglesia, la de San Andrés (románica del XIII) muy grande en la que caben todos sus 173 vecinos, de acuerdo con el censo del 2010. Así que, como son tan pocos, no hay que extrañarse de que a los del bar le falte práctica en atender al personal y mucho menos en pensar en lo que puedan pedir. Hoy, por ejemplo, a las nueve y media de la mañana no había pan. Por eso la mitad de las peticiones no se pudieron atender y fueron muchos los que se tuvieron que ir sin tomar nada. La mía si, tuve suerte. El más joven se dio cuenta en seguida que para mis tostadas de pan, bien podía aprovecharse el del día anterior, o de antes. Las dos primeras rabanadas se le quemaron. Tuve que avisarle yo. Oye, oye! las tostadas se han quemado, le grité cuando vi que salía humo del horno, que estaba en mitad de la sala entre un microondas y un fregadero. Pues si, dijo al verlas. Están ennegrecidas, añadió. Si, le dije yo. Es que me despisté, añadí responsabilizándome falsamente del siniestro, con cierto tono burlón, con sorna que se dice. Pero oyendo mis palabras y no entendiendo mi broma debió de pensar, seguro que acertadamente, que yo era medio tonto y me preguntó totalmente en serio: Y así no le gustan? Y pensé yo: Que hijo puta! Pero le dije: Es que me dan acidez. Pues haber si queda más pan, me respondió como en un último intento de colocarme aquellas tostadas ennegrecidas.
Y mientras fue a ver entraron dos francesas, un equipo ciclista al que acabé haciéndole unas treinta fotos a lo largo del día y con los que terminé cruzando unas palabras. Venían de Sudáfrica, me dijeron. Detrás de ellos también entraron una pareja de americanos y dos señoras renqueantes. Menos mal que se fueron dos chicas que también hablaban en inglés y un señor al que no oí decir ni una palabra.
El bar no tenía más de veinte metros cuadrados y además de la barra y de los hornos y el fregadero contaba con cuatro mesas pequeñas, como para dos, y una estufa de leña. No era muy amplio, mas bien pequeño, y la entrada de golpe de tantos peregrinos que no dejaban de pedir que les sirvieran generó gran tensión entre los de la barra que se vieron agobiados por aquel asalto que me pareció que no esperaban, increíblemente. Para no quedarme al margen en aquel jolgorio yo también pedí algo mientras esperaba a mis tostadas. Pedí tortilla de patata. Que estaba muy mal pero con la que me entretuve hasta que el hombre vino con el resto de pan que quedaba en la casa y lo metió en el horno. Es el último, dijo. Y vi que las dos tostadas no llegaban a los quince centímetros. Así que me levanté e hice guardia ante aquel horno crematorio atento a que no me incinerara el desayuno. Antes de que mis tostadas estuvieran listas ya se había marchado todo el mundo. Me quedé solo, allí, junto al horno. Y me fue fácil imaginar en que soledad y silencio debía de transcurrir la vida en aquel bar de Zaraquiegui antes de que se reactivara El Camino y volvieran los peregrinos.
Y en esa quietud, en esa calma, vi amarillear el pan. Y justo cuando las presentí en su punto le grité a los de la barra: Me las voy a comer. Y les importó un pito.
Cuanto les debo? Les pregunté cuando hube terminado. Y el más joven, que parecía que había estudiado en Navarra, qué agudo soy, se puso a tactilear la pantalla del ordenador. Tardaba y me fui al servicio, que estaba en la planta de arriba, a quitarme los gayumbos largos que el día amenazaba calor. Y fue entonces cuando vi que en aquella planta tenían montado una especie de albergue. Había literas en todos los cuartos que estaban con las puertas abiertas, que eran todos. Y pensé en los belgas y decidí que habían dormido allí.
Cuando bajé a un no estaba la cuenta y al requerirla por segunda vez, el más joven se disculpó diciéndome es que no me va el ordenador. Pues cuenta por los dedos, le dije. Y creí que se iba a enfadar, pero sonrió. Sacó un block diminuto y empezó a cantar. Dos cocacolas, unas tostadas y una de tortilla: seis cincuenta. Pagué y me fuí.
Había estado media hora en Zariquiegui. Me parecía imposible que me hubiera llevado casi tres horas desde Pamplona. Había salido a las seis y cuarto del Hostel de Ibarrola y había llegado al pueblo pasadas las nueve. Es verdad que me había perdido y que si no fuera por un repartidor todavía andaría orientándome por el campus universitario. Fue un tipo amable. Debían de ser las siete y no había mucho tráfico. Yo estaba en una rotonda intentando localizar alguna señal, una chapita en el suelo, una flecha amarilla en algún poste, en alguna piedra, en algún árbol. La furgoneta pasó, cruzó la rotonda y cincuenta metros más adelante frenó y el conductor dejó que reculara el coche cuesta abajo. Al llegar a mi altura, se bajó y me preguntó si entendía el español. Después me indicó como recuperar el Camino. Tuve que andar como un kilómetro largo por una carretera muy arbolada que circunvalaba el campus.
También es verdad que me había parado en una panadería a tomarme un vaso de leche y que hasta las nueve debía de haber hecho ya unas doscientas fotos. Pero aun así, tres horas me parecía mucho tiempo. Sobre todo porque calculaba que mi resistencia estaría en las cinco o seis horas y si le había dedicado tres horas a once kilómetros, llegar a Puente la Reina me iba a llevar siete. Pensé que tendría que tomármelo con calma. Y empecé a subir despacio la senda de cabras que me iba a llevar hasta lo alto de la Sierra del Perdón, la que divide la cuenca de Pamplona de la de Valdizarbe.
Son casi dos kilómetros de subida que hice con mucha calma y apoyándome en mi palo como hacen los viejos cuando el camino amenaza con vencerles. Lo que me sorprendió fue encontrarme allí arriba con todos los que habían pasado por la taberna del pueblo y a muchos más, la mayoría, que se habían detenido a la entrada, junto a una fuente, a tomar sus tentempié que traían del súper.
Estaban todos, como esperándome, junto a las furgonetas de avitullamiento, las chicas que reparten publicidad de Puente La Reina y Obanos, los molinos de viento, los aerogenerados, y la escultura de Galbete, una caravana de peregrinos de distintas épocas, delante de que se colocaron los ciclistas sudafricanos para hacerse la foto.
La bajada de la sierra fue dura. Fueron tres kilómetros por una torrentera ocupada por miles y miles de pelouros, de piedras rodantes. Pero la resistí, a pesar de que a cada paso se me quejaban los diez dedos de mis pies. Ahí decidí que nada más llegar a Puente la Reina iría a un podólogo para que me redujera estos sufrimientos. Y si fuera necesario me quedaría dos días en Puente la Reyna hasta que mis pies se curaran. No me importaba andar veinticuatro kilómetros o veintiséis, con mis desvíos, mis músculos y mis articulaciones aguantaban. Pero los pies no. Al llegar a Puente La Reyna me di cuenta de que era sábado, víspera de domingo, y la del albergue me dijo que, además, en Puente la Reyna no hay podólogo.
Son raros estos navarros. El otro día en Zubiri me llamó la atención que la única farmacia cerrara a las siete y media de la tarde. Están ustedes muy sanos, le dije al hombre que me puso al tanto del horario. Además, apenas hay bares. En Zubiri no llegaban a cinco, contando un hotel y un restaurante. Esta mañana en Pamplona después de patearla desde la catedral hasta el campus no me encontré con ningún bar. La leche me la tomé en una panadería-kiosko-bar. Y hoy cuando entré en Uterga solo localicé uno a la salida del pueblo. Y era un local abierto, no diré que en exclusiva, pero si para los peregrinos.
Uterga me gustó, sin bares, ni kioskos, pero me gustó. Lo atravesé haciéndole fotos a los portalones de las casas,a la plaza del pueblo, al interior de uno de los portales y a una jaula con un jilguero que colgaba en una ventana. Lo que me sorprendió de Uterga fue la música bacalao que se oía nada más entrar. Al principio pensé que había altavoces por todo el pueblo, que el alcalde, el concejal de festejos o el cura habían decidido animar la vida muerta de Uterga. No había nadie en la calle, ni un alma. Pero me intrigaba por qué música bacalao, que es esa machacona en la el ritmo lo marca un bajo que se impone cada dos o tres segundos. Tuve que atravesar todo el pueblo para aclararme.
En Uterga solo hay dos negocios, que yo haya visto, uno de cosas del campo, que me pareció que ya estaba cerrado, y un taller mecánico. Y de ahí venía el ruido. Delante de su puerta había un coche que llevaba instalado un equipo de música superpotente. Le hubiera dicho; pero eres idiota? Pensé que quedaría fatal y me callé. Le hice una foto al coche y al dueño del coche y éste quedó muy contento sonriéndole a un hombre que estaba cerca, sentado en unas escaleras echándose un pito, y que no movió ni una ceja.
También me gustó Muruzabal, que es un pueblo que está cinco kilómetros más adelante y a donde te lleva el Camino atravesando campos de colza y de guisantes. Suena poco lírico eso de los campos de colza y de guisantes, sin embargo, son preciosos. La colza, que es femenino, es una especie de col que tiene unas flores amarillas, de un amarillo muy fuerte y un pelín oscuro, y que como crecen muy juntas en los extensos campos en los que se planta, puedes ver miles de metros cuadrados de ese color y a su lado, en estos meses, en otros campos igual o más grandes están plantados guisantes, que es una planta de color verde. La mezcla es preciosa. Mirad algunas fotos.
Pues yendo de Uterga a Muruzabal disfrutando de tanto color y de un día primaveral precioso se me puso a mi el cuerpo como el de Van Gogh, cuando estaba contento, en Auvers-sur-Oise, el pueblo de los impresionistas. Entré en Muruzabal feliz y envidioso de los que allí vivían con tanto sosiego, tanta calma y rodeados de tanto color. Le di una vuelta al pueblo y me paré en el único bar que estaba abierto. El otro debía de llevar años cerrado, pues tenía el mismo nombre que el de enfrente, que era en el que yo estaba entrando. Pedí lo de siempre y en la terraza vi a dos españoles que estaban sentados a una mesa, con las mochilas a sus piés, hablando en voz alta, como es costumbre. Les hubiera retratado pero ni ellos ni el entorno con sillas de aluminio me pareció que dieran una buena foto. Así que hice lo que tenía que hacer, pagué y me fui.
Seguí haciendo fotos, a una pareja, me pareció que madre e hijo, sentados en un banco mirando a una cancha que era de frontón, de futbol y de baloncesto y en la que no había nadie. A la sombra de la iglesia, sentados en un banco, a un hombre que imaginé el cura, con la txapela puesta, a un hombre joven, sentado a su lado en el mismo banco, y junto a ellos una mujer en silla de ruedas. Después me metí por la calle de enfrente y vi lo que no quería ver, una pancarta colgada en un balcón, bajo el que se mantenían en pié dos palmeras muertas. Y en la pancarta estaba escrito: “Dos palmericas exterminadas por el resentimiento”. La calma y el sosiego, me dije, están en los campos de colza. Aquí, como en todos los pueblos, el perdón y el olvido no se dan. El resentimiento crece solo y enraiza rápido.
Así que salí pitando hacia Obanos, dos kilómetros más allá y a tan solo tres de Puente La Reina. Obamos ya es otra cosa. Hay más de cinco calles y niños en bicicleta. Y tienen un frontón donde hoy había partido y al verlo me acordé de la charla que mantuve el otro día en Zubiri con el tío que me dio de cenar en el bar que no era panadería. Acababa de marcharse un peregrino uruguayo que llevaba boina, que aquí llaman txapela, aunque es algo más grande, le sobra tela como para sobresalir bastante, como los tejados de las casas de por aquí, que tienen más alerón, para que la lluvia pingue fuera de la fachada. Cómo me enrollo! Pues acabamos discutiendo si boina o gorra tipo beisbol. Él decía que txapela y yo que gorra. Y yo acudía a la comodidad frente a la tradición. Pues en el frontón de Obanos había partido y dos docenas de espectadores. Era a parejas. No había ruido y se escuchaba el golpe a la pelota y el golpe de la pelota contra la pared. Le hice unas fotos y para mi sopresa estaban jugando con raquetas de tenis. Y no me extraña con la mano duelo mucho, sobre todo si no le das bien.
De Obanos a Puente la Reina hay unha carreiriña dun can y no se me hizo largo, quizá porque tenía la cabeza ya en la ducha que iba a darme en cualquiera que fuera el sitio donde consiguiese cama. Pues no fue hasta que llegué al final de la etapa que llamé por teléfono para reservar una habitación. Lo hice en el albergue El Puente. Un buen acuerdo: 25 euros dormir. Y yo solo.