Cuando bajé a la recepción del hotel todavía no habían dado las seis y media. No estaba previsto que hubiera alguien por lo que acordamos que dejara la llave de la habitación encima de la barra del bar. Sin embargo, se oían voces. Por lo menos cuatro hombres estaban hablando animadamente. Menuda liada, pensé. Las seis y media y estos todavía están aquí. Por un momento me pareció que Torres del Río me había engañado. Por lo menos había alguien dispuesto a un pequeño exceso. Pero no, eran unos pintores que acababan de llegar de Pamplona para darle una mano rápida al comedor. Me lo dijo un guineano que vino a ver quién era el que andaba por la recepción, pues habían dejado la puerta del hotel abierta para tener a mano las cosas que habían traído en una furgona grande. Me dijo él que era de Guinea y que no vivía en Torres del Río sino que lo hacía en Pamplona como los otros. No me resistí a interrogarlo, pues no era capaz de imaginármelo feliz viviendo en aquel pueblo. También me dijo que llevaba viviendo en la capital 14 años. Entonces ya eres de Pamplona, le dije. Y le pareció correcto, como a mi.
Dejé la llave en donde habíamos acordado, me eché la mochila al hombro y empecé a seguir las flechas amarillas que te van diciendo cual es el camino. Pasé por delante del ayuntamiento, crucé la plaza donde anoche una niña jugaba con un paraguas rosa y subí por la calle Carrera hasta la Iglesia del Santo Sepulcro. Torcí a la izquierda y fui a apostarme a la salida del pueblo esperando a que llegara la primera claridad del día.
Me iba sin visitar la iglesia, una de las joyas arquitectónicas del camino. Es una construcción románica del siglo XII, que tiene planta octogonal y una bóveda califal de ocho arcos. Lo peor es que podía haberla visto. Tenía el teléfono de Mari Carmen, la que la enseña por un euro. No tenía más que llamarla al móvil ( es de verdad). Le hice una foto que salió muy amarilla porque era de noche.
La primera raya del alba dibujó el perfil del pueblo que está enfrente y más alto, Sansol, el sky line. Anda, el sol sale por Sansol! Pensé haciendo el juego de sus dos sílabas. Por donde tiene que salir, dirán los de Torres del Rio.
A las menos diez me eché a andar. A mi paso ladraron los perros de las últimas casas pero no asomó nadie.
Salí animado. A diez kilómetros estaba Viana, era la mitad del camino y podía hacer el descanso de la etapa. Era una ciudad importante, con historia aunque el censo del año pasado le diera solamente 4.000 habitantes. De 1900 al 2001 pasó de 2.900 habitantes a 3.400, creció lo mismo que en los últimos 14 años. Y se nota. La nueva construcción oculta la ciudad histórica, para alcanzarla el camino atraviesa toda una barriada de nueva construcción de no muy buena calidad. Para esta semana estaba anunciada, con pasquines en las paredes, la remodelación de las aceras. A un lado de la calle ni la había. Una vez en la ciudad vieja, la ciudad rebosa historia y valdría la pena detenerse un poco, el camino recupera el carácter que algunos disfrutamos. El que le da la historia a la que el camino tanto aportó.
El Camino hoy ha sido una prolongada montaña rusa. No hicimos más que subir y bajar. Y en ocasiones las bajadas resultaron muy duras para mis pies y para mis rodillas. Al final acabé en una podóloga de la calle Huesca de Logroño. Espero que se reduzcan mis sufrimientos y pueda empezar a disfrutar de la marcha.
De Torres del Río a Logroño solo está Viana. Hay una antigua ermita del siglo XV, a la que le pasa el arcén de la carretera por delante de la puerta. Es la ermita de la Virgen del Poyo, pero fue remodelada en el XIX y le debieron de quitar entonces todo el encanto. Hoy parecen tres casas unidas sino fuera por la cruz que luce en lo alto.
Hice el camino casi siempre con una mujer, con la que solamente crucé un buenos días. Era extranjera, mayor pero de fuerte constitución. Llevaba una mochila a la espalda de la que colgaban un par de zapatos. Apareció de repente cuando yo estaba parado intentando hacer una foto bonita a una especie de toxos que bordeaban el camino. Me dio un susto porque apareció de repente por una de las crestas de los primeros toboganes que anduvimos.
Después ya llegando a Viana un brasileño que estaba sentado en un parterre al lado de la carretera me avisó que por donde yo iba no era el camino, el camino corría paralelo a la calzada cuatro metros más adentro. Gracias, le dije, me he vuelto a despistar. Y miré para atrás buscando a la mujer que había rebasado hacía diez minutos y ella si marchaba por la senda correcta.
No me resisto a no criticar a los municipios de Viana y de Logroño. El camino ya no es muy bonito, porque viene casi todo el tiempo pegado a la carretera, y los lugares por donde pasa cuando se aleja son de monte bajo al que los agricultores le van robando tierra para plantar hierba o hacer un olivar. El camino tiene una clara incidencia económica en los municipios por los que pasa. Quizá Pamplona o Logroño no lo noten. Son las capitales de comunidades ricas, pero deberían de cuidarlo por el efecto que tiene en el resto de los municipios por donde pasa.
Hay un momento, creo que es antes de la Ermita de la Virgen del Poyo, que está tan solo a 2,7 kilómetros de Torres del Río, que al subir una de las cuestas te encuentras con un territorio que a mi me pareció macabro. A lo largo de unos cincuenta metros muchos peregrinos han ido construyendo como pequeños altarcitos, sobreponiendo piedra sobre piedra en equilibrio, y colocando en ellos algo que en ese momento tenían en su poder. Todo vale, una tarjeta de visita, una servilleta, un lazo, un papel con las intenciones con que hace el camino… a esas horas de la mañana, cuando no brilla el sol todavía, y en el campo todo parece moverse entre sombras, encontrarte con un territorio así te produce una sensación desagradable de entrar en tierra de magia y superstición. Desagradable, si. Estuve a punto de tirar con todo. Me contuve porque no estoy muy ducho en estas cosas. Pero la sensación fue de disgusto. Me causó desazón al ver lo fácilmente que arraigan las ceremonias supersticiosas en la gente. Y suelen ser los creyentes y eso que las religiones, al menos la católica, las condenan. Claro que una vez puestos a creer.
Bueno, cada uno tiene sus razones para hacer el camino. Por eso a mi me cuesta identificarme, hermanarme con alguien por el mero hecho de que estemos haciendo el mismo camino. Hoy me encontré ya en las cercanías de Logroño en un cruce de caminos con las indicaciones poco claras de por dónde tirar. Hice una parada y pronto aparecieron dos peregrinos más a los que aproveché para plantearle el dilema de las señales. El que llegó primero me dio la razón a mi cuando interpreté que había que alejarse de lo que parecía nuestro objetivo, el próximo polígono industrial de Logroño. Pero el segundo, más bajito y con voz más decidida, no lo dudó. El sentido común dice que de frente, dijo y emprendió el camino en esa dirección. Yo, por supuesto cogí el otro camino a pesar de que me pareció que daba mas vuelta, pero me fastidiaba enormemente guiarme por la decisión impetuosa de aquel señor que ni me saludó al encontrarme.
Mi camino me llevó al otro lado de la autopista, rozando naves y regatos asquerosos –nunca vi ríos mas contaminados que los que crucé en Navarra– y metiéndome por subterráneos de carreteras y de la autopista otra vez. Y por momentos lamenté no haber aplicado el razonamiento de los otros dos, que el pequeño llamó sentido común, pues imaginé que ya deberían de estar en Logroño, pero a la vez razonaba que aplicando ese sentido común, esta mañana hubiera cogido un autobús de Alsa pues con él habría acortado decididamente el viaje, en tiempo y esfuerzo. Pero andamos a lo que andamos, me decía yo al momento.
Fue cuando subía una cuesta de cemento, que pintaron de rojo para simular que era tartán, ese material del que están hechas las pistas de atletismo, cuando oí unas voces que mi falta de audífono impedía saber de donde venían. Busqué alrededor y a mi espalda aparecieron el del sentido común y su lacayo, pero cien metros mas abajo. Me sentí mejor y llegados a lo alto los dejé pasar. Pero ni me saludaron. Ni siquiera “Buen camino” que ya he aprendido a decir y apreciar.
Entrando en Logroño, cruzando el paso de peatones que hay a la altura del cementerio, me encontré a Luigi tirado en el suelo y al brasileiro que me había reorientado a la entrada de Viana. Había salido de Torres a las seis y media de la mañana. Estaba muy oscuro, me dijo. No se veía nada, añadió. Compartí con ellos algunas almendras y nos despedimos. El brasileño tenía pensado caminar trece kilómetros más y el italiano se quedaba esperando a unos amigos. Además, quería ir hasta Correos, que se había quedado sin dinero. Y yo todavía tenía que buscar donde dormir. Pasaban unos minutos de las doce. Habíamos caminado 20 km.