En Pontedeume hubo “festa a cachón e cachón a porta” que es como Josefa describía una fiesta “de la pera” (Valga la expresión para estas fiesta de Pontedeume, la de Las Peras). Cuando me retiraba se quedaban las terrazas sin una silla libre y las pandillas subían hacia la verbena cargados con una bolsa del súper cada uno. Botellón mayúsculo, me imagino.
Por la mañana –ver foto- las calles estaban imposibles. A la puerta del Mar del Norte, una pareja de adolescentes esperaba la mañana sentados en el alfeizar de la ventana del bar. Les saludé y me respondieron con cierto desconcierto. Sería porque pronuncié un “Buenos días” con notable claridad.
Lo de darme una habitación para atrás funcionó. La música de la verbena del último día de Las Peras fue un ronquido del que me desentendí con facilidad. Descansé y a las seis estaba preparando los detalles de la ruta. A las siete y media salí a la calle a buscar el Camino de Santiago que pasaba unos metros más arriba del Mar del Norte.
La salida de Pontedeume es una larga cuesta de algo más de un kilómetro que te deja en el medio del campo. Hoy ha sido un día de muchas cuestas no muy largas, pero sí con mucha pendiente. En la primera, en la de la salida de Pontedeume, me detuve hacia la mitad a mirar atrás para ver cómo se despertaba el pueblo a la orilla del eume. Le hice la foto.
Cuando empezó a amanecer ya estaba en el medio del campo. Disfruté de la caminata hasta Miño aunque tuve que lamentar la proximidad a la autopista. Invisible pero siempre presente con su rugido poderoso. La autopista por estas tierras más que limitar el movimiento de los animales salvajes, vuela sobre pilares en largos tramos, es sobre todo un crimen sonoro. Se carga el silencio, oculta los sonidos de la naturaleza. Pienso en lo desgraciados que se deben de sentir los habitantes de estas zonas rurales teniendo que soportar ese ruido permanentemente. La contaminación acústica es algo muy grave que no se valora debidamente. La autopista nos da tiempo porque acortamos distancias pero destruimos una parte importante de nuestro paisaje.
Esta mañana me enfadé mucho porque ya no hay enmienda posible, el equilibrio en este largo trecho se ha perdido definitivamente. Pero a pesar del enfado, cuando la autopista se alejaba, disfruté del momento del amanecer. Fue un camino de nueve kilómetros totalmente en soledad. Solo me sorprendió una mujer paseando a dos perros cuando ya estaba cerca del campo de Golf de Miño.
El Camino atraviesa el Campo de Golf pasa entre dos greens en los que ondeaban sendas banderas rojas. No había nadie jugando. El aspecto es que no juega nunca nadie. Un poco más allá, una silla y unas cajas de cerveza vacías, eran la señal de que más avanzada la mañana alguien repondría mercancía para surtir a los peregrinos a cambio de la voluntad. A la hora en que paso, solo hay una caja de metal con una ranura en la que el peregrino que se lleva algo deposita “la voluntad”. A su lado un taper con una libreta en su interior para que el que quiera escriba algo. La estuve ojeando y estaba casi llena. Sorprende la cantidad de gente que quiere dejar constancia de su presencia. No me leí las notas pero le hice un par de fotos. En el taper había también un papel plastificado en el que se leía una frase que ya leí en otro avituallamiento en la etapa de ayer. La nota viene a decir, en el camino no hay Wifi pero te será fácil conectarte con los demás. Más o menos.
Unos cientos de metros más adelante, sujeto al tronco de un árbol, había un folio, también plastificado, en el que alguien había fotocopiado el poema medieval inglés, Pilgrims sea-voyage and seasikness : “No se piensa en reír cuando se embarca para Santiago. Para muchos es un dolor. Desde que se sube a bordo en Sandwich, en Winchelsea, en Bristol, o allí donde se puede, el corazón empieza a temblar. Lleva rápida la canoa, marinero, para que nuestros peregrinos se diviertan un poco, ya que algunos gemirán antes de que sea medianoche”.
La entrada en Miño es horrorosa. Yo esperaba que el Camino nos llevara a la orilla del mar y por sus playas ir acercándonos a la Pontedo Porco. Pero no. El mar no existe en Miño para el Camino de Santiago. Va por la Calle Real, estrecha –como debió de ser siempre – pero hoy jalonada de casas unifamiliares sin encanto ninguno, más bien feas. Después sube a la carretera en la que solamente te sorprende un árbol de metal en una rotonda. Es un árbol grande como recién podado como de hojalata pero sin hojas. Frio y ajeno al paisaje como todo el pueblo. Lo otro es un mirador, un pasaje de madera como un trampolín rígido sobre la vía del tren Coruña-Ferrol. Pero es mirador desde el que no se ve nada. Los árboles del otro lado de la vía han crecido tanto que no dejan ver la ría.
Camino de Ponte do porco tuve que dejar el camino para poder ver la desembocadura del Lambre, el río que forma la ría que llaman de Sada. Me desvié por una senda de madera y salí a los arenales que forman parte de la Red Natura, que es una red de áreas de conservación de la biodiversidad de la Unión Europea.
También forma parte de esta red natura la zona donde está el campo de golfo de Miño. Y allí leí en un cartel que se ha desarrollado en esa zona un trabajo para arrancar la “Hierba de La Pampa” que esa planta cuyas flores son como plumeros que se ve siempre en las inmediaciones de la Autopista del Atlántico y de otras autovías de Galicia. La eliminaron de toda la zona excepto del interior del campo de Golf. Pronto volverá estará de nuevo por esa parcela de Red Natura. No tiene difícil saltar la valla.
A la salida de Miño me distraje y perdí el camino, fue un hombre que estaba sin hacer nada delante de su casa el que me salió al paso- Va usted mal. Este no es el camino, me dijo. ¿No se va por aquí a Ponte do Porco? Si señor, se va. Y probablemente fuera por aquí el camino original. Pero el que han hecho ahora para los peregrinos va por ahí abajo. Y me señaló por dónde iba. Y me acordé de que en todas las guías advierten del giro de 180 grados que hay que dar tras cruzar, por el paso elevado, la vía de ferrocarril después de Miño. Y yo no lo había hecho.
No hacen las cosas bien. Para hacer el puente nuevo, el que va por encima del Ponte do Porco, tiraron la casa de postas que había. Y es una pena. Yo todavía la recuerdo. Mientras me contaba todo esto se fue apoyando en el balaustre que separaba su casa de la acera y entendí que la conversación iba para largo. Aguanté sin darle cháchara y no tarde en volver atrás para retomar el camino. Y fue poco después cuando la abandoné para ir a ver los arenales de la orilla del Lambre, que estaba la marea baja.
Ponte do Porco es el lugar en el que está el que hoy se llama Ponte del Lambre, aunque nosotros, en mi reducido mundo, siempre le llamamos Ponte do Porco, por a su entrada sobre los petriles tenía el jabalí, el porco bravo, en gallego, que es la enseña de los Andrade los señores de estas tierras en tiempos de Pedro I y Enrique I, en el s.XIV.
Yo tenía en mi memoria la imagen de los porcos de pedra ubicados en los petriles a la entrada del puente. Ahora, viendo el puente, seguro que hace ya muchos años que los jabalís de piedra no ocupan ese lugar. Pues el puente debió de sufrir muchas modificaciones desde el s.XIV. El jabalí, o porco, todavía está en los jardines que hay nada más cruzar el Lambre en dirección a Miño. Edtán ocultos por las plantas y el follaje de un árbol en un jardín reducido que mira al río. Le hice la foto
Había dejado el primer descanso para tres kilómetros más allá de Miño. Pues mIño no me gustó y no me apeteció ninguna de las cafeterías por las que pasé por delante. Además, solo llevaba unos diez kilómetros y me encontraba perfectamente, así que decidí retrasar unos tres kilómetros mi primera parada. Me serviría como disculpa para excederme en el desayuno. En Porto de Abaixo habría andado, según mi guía 13,9 km. Allí me esperaba el Café Navedo.
Tenía previsto, al llegar a Trasmil, coger la ruta de la derecha y aprovechar para ver el Pazo de Montecelo (todos los topónimos gallegos se repiten, por los menos dos veces, solo uno que no lo hace, el de un lugar en el que estuve y del que no me acuerdo) y la iglesia románica de San Pantaleón das Viñas. Juraría que tomé el desvío pues al llegar a Trasmil cogí a la derecha dejando a mi izquierda una caseta de madera que me pareció extraida de la película La leyenda de la ciudad sin nombre. Pero no vi ni el pazo ni la iglesia. ¿ En qué iría pensando?
En Trasmil, justo antes del desvío a la derecha, en la fachada de una casa que hace hace curva, mejor que esquina, pues la tiene redondeada. Alguien analfabeto pegó los azulejos con las letras del nombre. Y al que tenía que supervisarlo no debió de parecerle que lo hubiera hecho tan mal, pues para no saber leer de las siete letras de Trasmil solo había colocado mal una. Y no del todo mal, pues estaba en su sitio. El que quiera entender entenderá, habrá pensado.
En Porto de Abaixo, los dueños del Café Navedo no estaban. Se habían ido de vacaciones. Que estaba cerrado lo vi desde lo alto del pueblo, tenía la reja echada. Lo de las vacaciones me lo dijo el panadero tratando de consolarme después de confirmarme que no había ningún bar en los próximos seis o siete u ocho kilómetros hasta Betanzos. Le compré un poco de pan y me regaló una botella de agua de la casa. Fue unos metros más adelante cuando me paré en la entrada de una casa semiabandonada. Me descalcé, saqué dos pulguitas que le había comprado a una mujer que había abierto tienda en una nave que comparte con un anticuario en Viladeiro, a unos metros del Ponte Baxoi, un puente medieval sobre el río Baxoi. Y me dispuse a dar cuenta de mi triste desayuno después de 14 ó 15 kilómetros de caminata
En lo que llevaba de mañana solo había visto a una peregrina mayor y entrada en kilos haciendo una parada poco después de Ponte do Porco. La misma que me pidió permiso para sentarse a mi lado, en la carretera con los pies en el patio de la casa semiabandonada. También se descalzó y sacó de su mochila una bolsa de plástico transparente en la que llevaba unos seis o siete trozos de un bizcocho amarillo con un relleno verde. Era sueca, venía con la intención de comer castañas asadas, le dije que tendría que esperar un mes y le hablé de la tortilla de Betanzos (que me olvidé de ir a comer). Le expliqué en qué consistía y no le interesó nada. La había probado en un par de bares y no le había gustado. Cada persona hace una tortilla diferente. Algún día encontrarás la que te guste, le dije. Pero no quedó muy convencida. Después fui a robar un par de pejigos para ella y uno para mi, tenían muy buen color. Me lo agradeció pero no creo que le gustaran yo probé el mío y tuve que tirarlo, pero lo hice cuando ya la había dejado.
Mi parco desayuno apenas me dio energía para subir la cuesta de 1.600 metros que empecé a caminar nada más despedirme de mi amiga. Le llaman “matacaballos” porque en ese kilómetro y medio largo se suben 100 metros. Justo arriba, en lo alto, alguien montó un merendero: tres mesas con sus sillas, tres neveras y una mesa mas grande para exhibir su mercancía. Y todo lo fio a la honradez del peregrino y a su buena voluntad que tendríamos que depositar en una hucha de metal cerrada con llave. Hubiera cogido algo más, pero solo llevaba un euro con cincuenta y me tuve que conformar con dos galletas grandes con un lado de chocolate. Y comiéndolas empecé la suave bajada por lugares como Chantada, Souto, Gas y San Paio hasta llegar a la iglesia románica de S. Martiño de Tiobre.
Fue en Gas cuando me encontré a un hombre lavando barriles, preparándolos para la vendimía que está a caer. Me detuve sorprendido porque se hiciera vino por aquellas tierras, pues las viñas que había visto estaban más bien de adorno y eran de esas uvas híbridas que llamamos catalán y que por muchos lugares suelen llamar al vino que hacen con ellas “viño do país”. Me disculpé por mi ignorancia en vinos y más en uvas y el hombre me explicó que el vino que hacía era para consumo propio, vino de la casa que lleva algo de Mencía, algo de Agudelo, y algo de blanco legítimo que es la uva de estas tierras. Hablamos un poco más, le hice una foto y me fui.
Más adelante se atascó la peregrinación. Por lo menos siete peregrinos me habían adelantado cuando hice el alto para mi desayuno. Un caballo casi blanco había salido de su cuadra al paso de unos peregrinos. El caballo quería mimos, como todos, y trataba de arrimar su cara esperando una caricia. Yo entiendo tanto de caballos como de personas, más bien poco. Pero casi siempre logró enterarme si está muy agresivo. Acariciado el animal se deshizo el atasco y el caballo volvió a su cuadra.
Betanzos estaba cerca, a un salto de San Martiño de Tiobre donde me entretuve un rato. Después seguí sin detenerme hasta la iglesia de Santa María del camino ya en la ciudad. Un par de fotos y bajé la cuesta que todavía la cruzaban los cordeles con banderitas de papel ya descoloridas. Crucé el Mandeo por la Ponte Vella y entré por la Porta da Ponte Vella, una puerta medieval del entonces Betanzos dos Cabaleiros.
Y en Betanzos estoy escribiendo esto y lamentando no tener tiempo ni fuerzas para pasear la ciudad o escaparme a las ruinas de O Pasatempo, el jardín enciclopédico de los hermanos García Naveira, en el que además de laberintos, fuentes y canales hay 265 estatuas de papas, literatos y emperadores. Una locura de hace de cien años.